He asistido en directo a una de las sesiones de vóley-playa.
Partidos de octavos de final; y por tanto, de la máxima trascendencia. Nunca vi
nada parecido, a pesar de haber estado en numerosos eventos deportivos.
Comprendo que el marketing se haya introducido en el deporte para contribuir a
que éste sea más rentable en lo económico (rentabilidad que el deporte
necesita), y asumo que entre otras estrategias, cuya exageración no comparto, se
adornen los partidos con música marchosa, cheerleaders
ligeras de ropa, locutores gritones,
mascotas, concursos en los tiempos muertos, sorteos, repartos de globos y otras
ocurrencias para que el público se lo pase en grande, como si el propio partido
no fuera suficiente. Lamento mucho, aunque lo respeto, que en mi deporte, el
baloncesto, y también en otros, sea difícil asistir a un partido en el que, debido
a toda esta parafernalia, puedas concentrarte en lo que sucede en la cancha, comentar
con tu acompañante alguna que otra jugada sin quedarte ronco y no salir con
dolor de cabeza. Son los tiempos que
corren. Lo superficial, lo anecdótico, predomina sobre lo esencial; lo
bullicioso sobre lo reposado; el encefalograma plano sobre el intelecto; lo que
rodea al deporte, sobre el mismo deporte.
Sin embargo, nunca pensé que se llegaría tan lejos como en
el vóley-playa de estos Juegos de Londres. El campo estaba abarrotado de
personas que quizá, ¿o quizá no?, fueron a presenciar dos trascendentes
partidos nada menos que en unos Juegos Olímpicos; pero salvo una minoría, poco
a poco se fueron desconectando hasta olvidarse de lo que sucedía en la cancha.
Tres locutores se alternaban a los mandos del micrófono para motivar a la masa
chillando y bailando. Sus gritos demandaban el rugido colectivo incluso durante
la disputa del punto: “¿Quién va con Españaaaaaaa? ¿Quién va con Brasiiiiiiil?
¿Estáis pasando un buen ratoooooo? ¡Esto es Londres veinte doceeeeeeee!” Y qué
decir de la música: alta y muchas veces inoportuna en relación con el juego,
pero muy contagiosa, claro. El público se lo pasó en grande; y se lo habría
pasado igual de bien si en lugar de competir cuatro deportistas de élite, en la
arena hubiera habido malabaristas, acróbatas o gladiadores romanos. Eso era lo
de menos. Lo importante era la marcha. Llegó un momento en que la gente estaba
mucho más pendiente de ir al bar a por bandejas repletas de cervezas (que
hicieron su efecto), tomarse infinidad de fotos, seguir el ritmo de la música,
chillar sin ton ni son: “yuuuuuuu”, patear el suelo y hacer la ola. En un set
de unos veinte minutos, conté que se hizo la ola ¡seis veces! Incluso durante
la fase más crítica, jugándose los últimos puntos, predominó sobre el esfuerzo
de los jugadores. Menos mal que cuando había un set-ball el locutor se
encargaba de recordárnoslo (¡muchas gracias!) y nos instaba a ponernos de pie
(por supuesto, el rebaño respondía) para ver el desenlace del último punto y poder
patear y chillar a gusto fuera quien fuera el que ganara el punto.
La verdad es que nunca he visto una falta de sintonía tan
grande entre lo que sucede dentro y fuera de la cancha; una falta de respeto
tan lamentable por unos deportistas que disputan un partido de tanta
trascendencia, y ¡en unos Juegos Olímpicos! Es posible que en el vóley-playa
sea ésta la costumbre en los circuitos comerciales, donde los sponsors mandan; pero
en los Juegos, debería ser el deporte lo que predominara. La música, el locutor
y otros elementos adicionales no son incompatibles con el desarrollo de un
partido siempre que se queden en un complemento y no eclipsen la esencia del
propio partido. En estos mismos Juegos he visto muestras de uso razonable, como
en el bádminton, el tenis de mesa o el waterpolo, y no por ello han disfrutado
menos los espectadores. Es más, el disfrute de un espectáculo deportivo es
mayor cuando los espectadores se involucran en lo que ocurre en la cancha, más
que cuando desconectan y van por libre; cuando siguen con interés las jugadas; cuando
cada vez entienden más, cuando sus emociones y su comportamiento son coherentes
con el desarrollo y el desenlace del juego; y sobre todo, si esta sintonía se
produce de forma unánime o muy mayoritaria. Ese ambiente único, con el público
concentrado en el juego, admirando su belleza y sintiendo la emoción de cada
jugada y su significado en el desenlace final es incomparable a una simple
fiesta pachanguera de risotadas, fotos, gritos y bailoteos que no vienen a
cuento, más propios de un ¿divertido? botellón.
Los Juegos Olímpicos deberían servir para fomentar la educación
deportiva del público: un mayor entendimiento del juego y de la forma de acompañarlo
desde la grada, el amor del espectador por el mismo deporte más que por la
diversión superficial que aporta lo que le rodea.
Chema Buceta
6-8-2012
Estimado Chema. Muy acertado este comentario. Imagínate como puedo verlo siendo una persona que viene del mundo del tenis.
ResponderEliminarAunque también hay que aceptar, como decían nuestros padres, que los tiempos cambian que es una barbaridad, y el deporte no iba a ser menos. Ay señor, donde iremos a parar :-))