El pasado fin de semana corrió la noticia, video incluido,
del lamentable espectáculo de unos padres que durante el partido de fútbol que
sus hijos de categoría infantil
disputaban, se pelearon salvajemente. Al parecer, el detonante fue la
pelea de dos jugadores (¿sorprende, cuando es lo que los chicos ven en los
profesionales?). Después, los padres entraron al campo y se liaron entre ellos a
mamporrazos mientras algunas madres gritaban ¡qué vergüenza! y suplicaban que la aberrante contienda terminara. El árbitro suspendió el partido y, según se
ha sabido, alguien del equipo local fue a su vestuario a recriminarle que por
su culpa, había sucedido todo eso (¡siempre el árbitro! ¿sorprende, cuando es lo
que con frecuencia se oye en el fútbol profesional?).
Aprovechando este bochornoso suceso, son muchos los que se
han rasgado las vestiduras y culpado a los padres y a la sociedad en
general, pero sin poner el dedo en la llaga del peligroso ejemplo que a menudo ofrecen el fútbol profesional y su entorno. Por desgracia, no es un
hecho aislado. Otras veces, no se pasa de las agresiones verbales, o los hechos no tienen tanta repercusión, pero cada semana hay docenas de comportamientos
antideportivos en los campos de fútbol donde juegan niños (¿sorprende, cuando es lo que se observa en los grandes estadios y en la televisión?); y lo malo es que se
está convirtiendo en algo normal que se acepta con resignación como si fuera
parte del mobiliario: hay dos porterías, un balón, 22 jugadores… y gente
insultando al árbitro. Lo habitual. Eso sí, cuando ocurre algo que llama mucho
la atención, enseguida se habla de buenos propósitos que jamás se concretan y no tardan en quedarse
en agua de borrajas.
El comportamiento de los padres de los deportistas jóvenes,
no sólo en los partidos, sino también en casa, el coche y cualquier otro lugar,
es un asunto de suma importancia que no se puede dejar al azar, sino que hay
que abordarlo con seriedad y verdadera voluntad de gestionarlo con eficacia.
Por un lado, los padres son un ejemplo para sus hijos; y si el deporte es, o
debe ser, una escuela de valores para la vida, es evidente que comportamientos
como pelearse entre ellos, insultar al árbitro, despreciar a los rivales, etc.
son un mal escaparate que va en contra del desarrollo de tales valores. Además, lo que dicen y hacen los padres tiene
una enorme influencia en el funcionamiento de los muchachos, por lo que hay que tenerlo muy en cuenta. Por
ejemplo, si un padre le dice a su hijo que en vez de pasar el balón, regatee y tire a gol, o le recrimina la falta de esfuerzo, o habla de lo bueno que es y del dinero que va a ganar cuando sea profesional, o se enfada cuando no juega, etc. eso influye, se quiera o no, en las expectativas, las emociones, el comportamiento y el rendimiento del joven jugador. ¿Lo ignoramos? ¿Cuál es la solución?
En estos días se ha dicho, por ejemplo, que en clubes de
fútbol como el Valencia y el Sevilla, no dejan que los padres asistan a los
entrenamientos; y se han quedado tan anchos pensando que la solución es esa
“porque así los chicos se concentran y rinden mejor”. Por esa misma razón, se
podrían jugar todos los partidos a puerta cerrada (me extraña que todavía no se
le haya ocurrido a algún iluminado), ya que, quizá, los chavales jugarían
mejor y se evitarían espectáculos como el del domingo pasado. Claro que
faltaría solucionar el problema de los padres en casa y el coche, como se
lamentaba el técnico de uno de estos dos clubes tras explicar la brillante idea
de no permitirles la entrada en los entrenamientos. Posiblemente, habría que obligar a
los chicos a que jamás subieran al coche de sus padres, e incluso a que sólo
hablaran con ellos cuando terminara la temporada. En el transcurso de esta,
podría establecerse la norma de que los padres tuvieran que guardar una
distancia con sus hijos deportistas de por lo menos 200 metros, y por supuesto, nada
de comer en la misma mesa, asistir a las mismas reuniones familiares y comunicarse por el móvil. ¡Padres a distancia y sin móvil! ¡Deportistas
huérfanos! El sueño de muchos entrenadores y directores deportivos. La solución
final.
Mientras algunos sueñan con estas y otras medidas absurdas, encaminadas
a que los padres estén lo más lejos posible, se pueden buscar soluciones
razonables y viables que en lugar de excluir, incluyan a los padres. ¿Por qué?
Muy sencillo. Se quiera o no, los padres son imprescindibles para que los
chicos hagan deporte; más aun, cuando tienen que pagar cuotas y asumir el
transporte de sus hijos adaptando el presupuesto y la vida familiar para poder
hacerlo; pero también, cuando se trata de clubes poderosos como los citados, que
asumen los gastos y, gracias a eso y al poder sobre los chicos, tienen la
capacidad de prohibir el paso a los padres, decirles que hagan el pino, bailen
la jota o se vistan de torero, sabiendo que con tal de que sus hijos sigan en
tan privilegiado entorno, harán lo que se les ordene. Estos padres, aun
estando atrapados, también quieren participar, y de alguna manera, quiera o no
el club, participan. No están en los entrenamientos, y los responsables
deportivos se sienten más cómodos con la fantasía de que el problema está
resuelto, pero ¿qué pasa después? ¿y en los partidos?
No me canso de explicar que se quiera o no, se ignore o no,
la realidad es que los padres también juegan, y por tanto, si se pretende que
jueguen bien, hay que entrenarlos. Y además de charlas y otras actividades formativas, su asistencia a los entrenamientos de los chavales es una buena oportunidad para que adquieran el hábito de comportarse bien; y para los chicos, de acostumbrarse a rendir en presencia de sus padres, algo que mientras no se obligue a jugar a puerta cerrada, no tienen más remedio que hacer en los partidos. ¿No se entrena para rendir en los partidos? ¿Por qué entonces no se entrena para rendir en presencia de los espectadores habituales? La formación/entrenamiento de los padres es una responsabilidad que algunos clubes
asumen ya como parte de sus programas deportivos, pero en otros casos, se
sigue negando. ¿Por qué? En gran parte, por ignorancia y falta de habilidad
para trabajar con los padres. Lo fácil es quejarse, culparlos, condenarlos,
comentar sus atrocidades, prohibirles entrar en las instlaciones ("ni perros ni padres"), volver a quejarse, señalarlos cuando los
chicos no avanzan (“es que con ese padre…”). Lo costoso es aceptar la realidad
de que también juegan y llevar a cabo acciones eficaces no sólo para que no
estorben, sino para que sean buenos jugadores y sumen. Y no sirven esos decálogos ridículos con todas las prohibiciones (no esto, no lo otro...), sino una orientación en positivo sobre lo que sí pueden hacer para ayudar a que la experiencia de sus hijos sea beneficiosa.
La solución no es prohibir, sino educar. Un camino largo;
pero si se buscan soluciones eficaces, no se trata de poner parches para salir del paso, ni hay que
desanimarse porque en las primeras charlas para padres, muchos no acudan. Al
contrario, hay que desarrollar y llevar a cabo con convicción, programas de
formación para padres que tengan una continuidad. En función de los medios
disponibles, estos programas pueden ser más o menos extensos, pero hasta el
club más modesto puede tener su programa para padres. Por supuesto, los clubes que
tienen poder sobre los padres, podrían utilizarlo para que asistan a
las reuniones, se informen y aprendan pautas de comportamiento apropiado. En cualquier caso, la colaboración de los psicólogos del deporte como asesores, mediadores y formadores puede ser muy valiosa. De hecho, son estos los profesionales que ya tienen una dilatada experiencia en este ámbito con resultados muy favorables. Otra figura clave es el director deportivo, quien debe programar y coordinar la realización de estos programas. También podrían tomar la iniciativa los propios padres, pero son los clubes y las federaciones, es decir, los profesionales del deporte, quienes más tienen que asumir esa responsabilidad. La
mayoría de los padres mejoran su comportamiento dentro y fuera de las gradas
cuando se les informa y se les da la oportunidad de reflexionar, comunicarse
con los entrenadores y los directores deportivos y actuar con responsabilidad. (Para más
información sobre este asunto, el lector puede consultar otros escritos de este
blog y también mi libro: “Mi hijo es el mejor, y además es mi hijo” publicado
por la editorial Dykinson).
Ahora bien, en la situación que estamos, fundamentalmente en
el fútbol (aunque en menor grado, también en otros deportes), la educación de los padres, siendo imprescindible, no puede ser la única acción. De manera paralela, no hay
más remedio que adoptar medidas punitivas que ayuden a cortar de raíz
comportamientos como los que, cada vez con mayor frecuencia, se ven en las
gradas y los terrenos de juego. En primer lugar, hay que erradicar los malos
ejemplos que están presentes en el fútbol de élite y su entorno. La semilla de
muchos comportamientos antideportivos y salvajes en las categorías inferiores
son las peleas en el campo, los insultos a los árbitros, las declaraciones hostiles
de los entrenadores, los jugadores y los directivos, y los comentarios irresponsables
de muchos periodistas, por ejemplo, culpabilizando a los árbitros o minimizando
los comportamientos lamentables de los jugadores. Se persiguen el racismo y la
violencia en los estadios, pero no los malos ejemplos antideportivos que ofrecen los
profesionales. Sin embargo, estos tienden a ser imitados por quienes admiran a personajes tan influyentes; sobre todo, en
ausencia de una educación de los padres que ofrezca una alternativa adecuada. ¿Sorprende que suceda lo que tantas veces vemos? El jugador,
entrenador o presidente que, de palabra u obra, actúe antideportivamente,
debería ser sancionado con contundencia. La fama ayuda a alimentar el ego y ganar más dinero, pero
también tiene que exigir más responsabilidad. Y por supuesto, se deben destacar los
ejemplos de buen comportamiento, que son muchos, para que sean estos los que se
imiten y no los otros.
Más difícil es sancionar lo que ocurre en las gradas de los
grandes estadios, pero también ahí habría que actuar. Si un espectador, con
toda naturalidad, llama hijo de puta al árbitro o le dice a un jugador del
equipo contrario que ojalá le partan una pierna, y no pasa nada (incluso le
ríen la gracia), no debe extrañar que a falta de una información mejor, los
padres de los niños hagan lo mismo en su fútbol a pequeña escala. Es lo normal
¿no? ¿Qué pasaría si hubiera agentes de seguridad en las gradas, como ya los
hay para prevenir los enfrentamientos con los seguidores visitantes o la invasión
del campo, que expulsaran a los espectadores que mostraran el comportamiento
intolerable que continuamente vemos? Sé que puede parecer una utopía, pero si
de verdad se quiere erradicar el problema, hay que tomar medidas contundentes.
Cuando se prohibió fumar, muchos creían que sería imposible hacerlo cumplir. Si
se prohíbe insultar o faltar al respeto en los estadios… ¿Por qué no?
Menos difícil sería sancionar a los que insultan o agreden
en los partidos de los jóvenes. No sólo a los padres; también a los
entrenadores y los directivos. Estos suelen quejarse de los padres como los
malos de la película, pero en muchos casos, son ellos el peor ejemplo. Si un
entrenador de chavales protesta al árbitro de mala manera, es expulsado,
menosprecia a los chicos, etc. ¿se puede exigir a los padres de ese equipo que se
comporten correctamente? Las sanciones en estas categorías deberían ser muy
estrictas. En el caso de los padres, en cuanto hubiera insultos desde el grada,
el árbitro tendría que poder expulsar a esos espectadores; e incluso dar el
partido por perdido a ese equipo. “Es que los chicos no tienen la culpa”.
Cierto, pero la mayor presión para los padres es la de sus propios hijos. Si los niños pierden un partido porque un padre montó el número en la grada, es muy
probable que eso no vuelva a ocurrir: su propio hijo le presionará para que no
suceda, y también los demás padres. Educar de verdad y sancionar sin vacilar. ¿Dejamos
que los salvajes crezcan, o hacemos algo que sea verdaderamente eficaz?
Chema Buceta
25-3-2017
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