La semana pasada impartí
unas clases en el curso para la titulación de entrenador de fútbol que, en
coordinación con la UEFA, organiza la federación española para ex jugadores
internacionales. En una de ellas, nos centramos en la importancia de controlar
las emociones propias para evitar que interfieran negativamente en el
rendimiento del entrenador; es decir, no sólo es importante ayudar a los
jugadores a controlar sus emociones, sino que resulta trascendente que el
entrenador controle las suyas para poder ejercer su cometido con mayor acierto.
De hecho, la experiencia demuestra que, al igual que sucede con los directores en la empresa u otros ámbitos, los principales errores de un entrenador se producen cuando no es capaz de controlar emociones intensas y son estas las
que le controlan a él. ¿Si Bobby Knight, el legendario entrenador de Indiana, hubiera estado calmado en lugar de muy enfadado, habría tirado la silla al campo hasta la línea de los tiros libres, propiciando su expulsión? Seguramente, no. ¿Lo hizo aposta? Seguramente, tampoco. Parece obvio que no pudo controlar su enfado; que este le controló a él.
El control de las
emociones incluye un proceso de autoconocimiento y autorregulación que el
entrenador puede afrontar por su cuenta, aunque sin duda, la ayuda profesional de
un psicólogo puede ser fundamental para que ese proceso se lleve
a cabo de la manera más eficaz. En una primera fase, el proceso puede incluir
los siguientes pasos:
(1)
Detectar las
situaciones que provocan emociones intensas que resulta difícil controlar (por
ejemplo: un marcador en contra; estar jugando mal; jugadores que no luchan,
etc.).
(2)
Concretar qué
emoción provoca cada situación (ansiedad, enfado, desilusión, euforia…) y
cuantificar su intensidad utilizando una escala de 1-10 (1 intensidad mínima;
10, máxima).
(3)
Determinar las
consecuencias de esa emoción: cómo afecta al funcionamiento del entrenador.
Por ejemplo:
(1)
Situación: un jugador pierde el balón en el
centro del campo y eso provoca una ocasión de gol del rival.
(2)
Emoción: enfado; de intensidad 8.
(3)
Consecuencia: bronca tremenda a ese jugador, cuyo
efecto es que a partir de la bronca, juega peor.
A partir de este análisis, el
entrenador ya puede desarrollar algunas estrategias con tres posibles
objetivos:
(1) ¿Se pueden eliminar las situaciones que provocan esas emociones? Algunas se podrán eliminar, y otras no. Si se pueden eliminar, y no son imprescindibles, lo mejor es eliminarlas. Pensemos, por ejemplo, en una charla en el vestuario al terminar un partido que se ha perdido. Si se evita la situación, se elimina la emoción intensa que podría provocar y las consecuencias negativas que podrían derivarse de esta.
(2)
Reducir la
intensidad de la emoción, de forma que, con una intensidad menor, esta pueda ser
controlada. En el ejemplo, parece que el entrenador no controla una intensidad 8, pero si
fuera capaz de reducir ese 8, por ejemplo, a un 5 o un 6, quizá sí podría. Con
este objetivo, las técnicas de relajación/respiración de aplicación in situ pueden
ser muy útiles. También contar hasta 10, algún autodiálogo u otras que en cada caso
particular puedan servir. No se trata de eliminar la emoción del todo, sino de
reducir su intensidad para poder controlarla.
(3) Realizar
alguna acción sencilla que sea incompatible con la consecuencia de la emoción.
En el ejemplo, algo que sea incompatible con echarle la bronca a jugador. Por
ejemplo, dar alguna instrucción sobre la siguiente jugada, animar al equipo u
otras.
Evidentemente, la tercera
opción será más sencilla de aplicar si, previamente, la emoción ha sido controlada mediante
estrategias que reduzcan su intensidad.
Mediante este proceso, cuando se
presenten las situaciones críticas que el entrenador haya identificado, estas no le pillarán por sorpresa, y además estará preparado para utilizar las estrategias que haya desarrollado
tanto para controlar la intensidad de la emoción como para poner en marcha acciones que sean incompatibles con las consecuencias.
En una segunda fase, se
instruye al entrenador en que, en realidad, la emoción que le controla no
deriva directamente de la situación que aparentemente la provoca, sino de la
interpretación que él hace de esa situación. Es decir, ¿cómo interpreta él la
situación del jugador que pierde el balón? La emoción no será la misma si la
interpreta como un error imperdonable que si la interpreta como un error normal
que forma parte del juego.
Por tanto, es la
interpretación de la situación lo que determina la emoción y su intensidad. ¿De
qué depende esa interpretación? De factores como la expectativa que tiene el
entrenador respecto a lo que debería pasar, sus creencias, su estado de ánimo,
el estrés al que se ve sometido, los recursos disponibles, lo que esperan los
demás, etc. Ahora, los pasos a dar son:
(1)
Identificar cómo suele interpretar las situaciones
críticas para que estas provoquen esas emociones intensas que le hacen perder el
control y tienen consecuencias negativas en su rendimiento;
(2)
Identificar los factores (expectativas,
creencias, etc.) que influyen en esas interpretaciones.
Tras esta reflexión,
surgen nuevas posibilidades para controlar la emoción.
(1)
¿Podría
interpretar de otra manera esa situación? ¿De qué manera? ¿Qué sucedería si así
fuera?
(2)
¿Es posible
modificar las expectativas, creencias, etc., que determinan
esa interpretación?
En el ejemplo, el
entrenador podría identificar que está influido por una expectativa como “nunca se puede
perder el balón en el centro del campo para darle una oportunidad de gol al
equipo rival”, y por eso, cuando el jugador pierde el balón, lo interpreta como
algo catastrófico. Sin embargo, al reflexionar sobre esta expectativa, podría
darse cuenta de que, en realidad, perder el balón es parte del juego y, por
tanto (sobre todo con jugadores jóvenes o menos experimentados), es lógico que
eso pueda suceder.
Si de verdad asume este razonamiento, estará preparado para
que cuando un jugador pierda el balón, su interpretación sea otra (“lástima;
bueno, es parte del juego”) y, por tanto, esa emoción de enfado no se produzca
o su intensidad sea menor, y la consecuencia de echar una bronca que perjudica el rendimiento del jugador,
tampoco tenga lugar.
Uniendo todo, podemos ver que el control de la emoción puede incluir estrategias a distintos niveles:
(1) Evitar la situación cuando sea posible y no sea imprescindible.
(2) Reflexionar sobre la interpretación y lo que la provoca; y buscar alternativas que permitan interpretar de otra manera. No se trata de pensar en positivo, sino de buscar alternativas creíbles, que tengan sentido, que convenzan al interesado. Podría no haberlas, en cuyo caso este nivel no serviría.
(3) Técnicas para reducir in situ la intensidad de la emoción cuando esta se produzca.
(4) Acciones alternativas a la consecuencia negativa de la emoción.
El error de muchos
entrenadores es pensar que es suficiente conocer el deporte y ser capaz de
enseñarlo, olvidando que, sobre todo en algunos deportes, ellos también tienen que
rendir. Y puesto que el rendimiento del entrenador está muy vinculado al
control de sus emociones, este debería ser uno de los objetivos de mejora de cualquier
entrenador, tan importante (y en algunos casos, más) como estar al día sobre los
avances técnico-tácticos o de dirección de equipo.
Esto mismo se puede
aplicar a cualquier persona en cualquier ámbito, ya sea profesional o personal.
¿Controlo las emociones que perjudican mi funcionamiento, o estas me controlan
a mí?
Chema Buceta
14-5-2018
@chemabuceta
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