No por gritar más y mostrar más gráficos, se transmite mejor
En el ámbito laboral, hablar con otra persona es una ocasión
para conocerse, compartir, transmitir y recibir mensajes que tengan un impacto
favorable. Una gran oportunidad que a menudo se desaprovecha por falta de
habilidad. Pensemos en el director que se reúne con uno de sus subordinados
para comentar un nuevo proyecto o pedirle un mayor esfuerzo; el entrenador que
habla con uno de sus jugadores para transmitirle que confía en él; o el que va
a una entrevista de trabajo y, en pocos minutos, debe lograr el mejor impacto
en su interlocutor. En casos como estos, no basta con ir allí y decir cosas; se
trata de actuar de la manera más eficaz para conseguir el objetivo que
perseguía la conversación.
Cuando se habla en público, sucede lo mismo. Presentaciones,
conferencias, ponencias, reuniones de equipo, lanzamiento de productos,
discursos, exámenes, charlas y otra situaciones similares, exigen un rendimiento
notable para impactar a quienes escuchan. Bastante a menudo, el orador asume
que tal rendimiento consiste en “soltar el rollo”, decir muchas cosas y no
dejarse nada en el tintero. "Les suelto el rollo y ya he cumplido". Grave error; pues por muy interesante que sea, eso
no garantiza, incluso aleja, el impacto perseguido.
Los buenos oradores no son los que siguen fielmente un guión rígido de principio a fin, caiga quien caiga; ni
los que se empeñan en exponer todo lo que les gustaría, abusando de la
intervención; o los que leen para no perder detalle, sin importarles si cansan
o aburren; sino aquellos que se preparan y
actúan de forma que sus mensajes tengan el mayor calado posible en la audiencia. Asumir que el
protagonista no es el orador, sino el público que le escucha, es el punto de partida de una presentación eficaz. Después,
consecuentemente, el orador debe exponer con habilidad para que el impacto
deseado se produzca.
Lo importante no es soltar el rollo, sino impactar a la audiencia
Algunos errores habituales de las presentaciones en público, entre otros, son: la mala ubicación del orador, el abuso y mal uso de los
medios técnicos (power point, video…),
leer, no establecer un buen contacto visual con la audiencia, utilizar un
volumen, un ritmo y un tono monótonos o inadecuados, no hacer pausas o no
aprovechar sus ventajas, emplear muletillas que entorpecen la fluidez, usar deficientemente
el lenguaje no verbal, transmitir sin emoción, perder el tiempo con
introducciones superfluas, extenderse demasiado, repetir lo mismo, no entender
lo que necesita la audiencia, errar en los contenidos y la forma de exponerlos,
distraer con asuntos secundarios que eclipsan a los centrales… En definitiva, errores que minimizan el
impacto de la intervención porque interfieren negativamente con el aspecto más
determinante: lograr la sintonía apropiada con el público para captar y
mantener su atención, su interés y su esfuerzo mental; involucrarlo en la
elaboración de los contenidos; hacer que se sienta partícipe, protagonista;
provocar que perciba emociones que lo enganchen; favorecer que abra su mente
para asimilar los mensajes… y aunque parezca paradójico, respetar
su libertad de implicación. En general, la persona que se siente libre, abre su
mente; la que se ve intimidada, la cierra.
Leer es uno de los principales errores de un orador
En el ámbito de la empresa, por ejemplo, es frecuente que se
preparen presentaciones en power point
que, posteriormente, pueden exponer personas diferentes. Se confunde lo que
podría ser un documento homogéneo con información relevante (información
general sobre la empresa, listados de productos y precios, etc.) de lo que
consiste presentar en público. Es lógico que los folletos, videos y otros documentos
corporativos sean homogéneos, pero una presentación oral no es eso. Lo escrito,
lo audiovisual y lo oral son complementarios, pero el gran valor añadido del
orador está en el qué y el cómo transmite sus mensajes para lograr el impacto que
no tienen esas otras herramientas. Ese valor de la oratoria, único y tan especial, se pierde si lo
importante de una presentación es preparar y seguir (a veces, leer) unas
transparencias o un video, en lugar de
aprovechar la oportunidad de impactar mediante la palabra.
Hay personas que
presumen de haber preparado una buena presentación aludiendo a los colores de
los gráficos, las imágenes que los acompañan o la forma en que situaron el logo
de la empresa… pero ¿qué importancia tiene todo eso si los que escuchan se aburren con la lectura monótona y soporífera de quien tiene la
palabra? ¿Para qué sirve que haya un orador, si se limita a leer o a comentar unas imágenes, algo que en muchos casos podría hacer el propio público por su cuenta? ¿Dónde está el valor añadido de la presentación?
En la misma línea, ¿qué decir de un entrenador cuando se reúne con sus deportistas
antes de un partido? Si domina las habilidades pertinentes, lo que puede transmitir
con la oratoria tendrá mucha más fuerza que cualquier otro recurso alternativo (más que los videos que están tan de moda): sus mensajes impactarán más a sus jugadores y,
por tanto, serán más eficaces. En otros ámbitos sucede lo mismo: el abogado en
un juicio, el profesor en clase, el consultor en un curso, el directivo en una
reunión de equipo o en un discurso… Sus intervenciones orales serán mucho más
productivas si aceptan que el protagonista es la audiencia, personas a las que
debe llegar, involucrar y cautivar.
Hay que procurar que el público no se duerma
Obvio, que esta poderosa herramienta que es hablar bien, en
público y en privado, hay que desarrollarla. En principio, algunas personas
tienen más cualidades que otras; pero todos podemos mejorar mucho. Es cuestión
de entrenamiento: a veces más amplio e intenso, y otras para modificar pequeños
pero relevantes detalles. Básicamente, el entrenamiento incluye el desarrollo
de habilidades para controlar el miedo escénico y otras emociones, y conseguir
el nivel de activación óptimo; habilidades no verbales (ubicación, posturas,
contacto visual, gestos…); habilidades paralingüísticas (volumen, tono,
fluidez, pausas…); habilidades organizativas (condiciones de la sala…); habilidades relacionadas
con la preparación de la exposición (estructura de la presentación,
prioridades, adaptación al tiempo…) y el uso de los medios técnicos
(si procede utilizarlos); y habilidades verbales (contenidos apropiados, uso de
ejemplos, anécdotas y metáforas, preguntas retóricas…). Todas estas habilidades deben estar al servicio
de los objetivos del orador, quien debe aprender a incorporar las diferentes
técnicas con la mayor naturalidad y autenticidad (es decir: no fingir), valiéndose
de ellas para conectar emocionalmente con el público, ya sean muchos o uno
solo, y conseguir el mayor impacto.
Chema Buceta
24-3-2013
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl mejor ejemplo de buena oratoria (desde la esfera que yo puedo controlar más o menos) tiene nombre y apellidos: Barack H. Obama. E incluso diría más, tiene fecha: 8 de enero de 2008 (http://www.youtube.com/watch?v=FSR9nvsOOko). Tal día como ese, Obama PIERDE la votación de las primarias de New Hampshire contra su entonces adversaria Hillary R. Clinton. Es entonces cuando pronuncia un discurso con una fortaleza, convicción y unas habilidades que pocas veces he podido ver en un 'perdedor'. Y esas aptitudes, entre muchas otras, son las que le han llevado a estar donde está, y seguir donde sigue. Ese día, con ese discurso, Obama cambió claramente el signo de la carrera presidencial.
ResponderEliminarSaludos!
Es difícil saber si un solo discurso puede tener un efecto tan grande, pero sin duda es una gran oportunidad para lograr un gran impacto. Este discurso que mencionas, efectivamente, es muy bueno. Obama sabe llegar a la audiencia y transmite una emoción que se contagia. Su talante serio y objetivo, sus mensajes contundentes y la forma de transmitirlos, le dan credibilidad y le acercan a la gente. Sin duda, un gran ejemplo. Muchas gracias por tu aportación.
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