El fallecimiento de Nelson Mandela inmortaliza el recuerdo de un
hombre extraordinario que como Gandhi,
Luther King o la Madre Teresa de Calcuta, ha dejado una huella imborrable por su
impactante liderazgo sin el apoyo de la amenaza o la fuerza física. Sus impresionantes
logros no son fruto de la casualidad, sino en gran parte, el resultado de habilidades muy eficaces puestas en práctica.
En primer lugar: el control emocional, la autodisciplina y la
búsqueda del crecimiento personal, incluso en sus peores etapas. En su largo
cautiverio, es seguro que pasó por malos momentos, pero destaca su capacidad para
no hundirse, mantenerse activo y querer seguir aprendiendo. Es difícil ser un
buen líder si no te superas a ti mismo; sin embargo, en muchos casos, los que lideran sólo se ocupan de cómo dirigir a sus liderados, olvidándose de lo que concierne a ellos mismos; y así, su alcance es mucho más
limitado. Mandela es un buen ejemplo de comportamiento, y ese es uno de los principales bastiones en los que se ha sustentado su liderazgo. El ejemplo que ofrece a los demás está presente en toda su trayectoria: antes, durante y después de su estancia en esa diminuta celda. Estando en esta, potencia y demuestra su fuerza adoptando una actitud constructiva: habla con
sus carceleros blancos, aprende cómo piensan, desarrolla la empatía con quienes
en principio le rechazan, mantiene su mente enfocada en lo que depende de él
para seguir avanzando, y no se desanima. Así, crecen su potencial, su credibilidad y su carisma. Cuando sale de la cárcel, no es un liberado más; sino alguien
con un gran prestigio ganado a pulso, un líder que inspira confianza y alimenta una esperanza.
El dirigente que no consigue estos requisitos (inspirar confianza y alimentar esperanza) difícilmente
puede conseguir que le sigan.
El primer paso está dado, pero ahora hay que mantener y
fortalecer esa confianza. Porque no es un cheque en blanco. Y es aquí donde
muchos fracasan. Su prestigio ha generado una gran expectativa, pero sus
acciones posteriores, decepcionan. No es el caso de Mandela. Su ejemplo de
hombre sencillo, austero, emocionalmente equilibrado, preocupado por los
problemas de los demás, cordial y respetuoso en el trato, y al mismo tiempo firme en su propósito, agiganta su capacidad
de influencia. ¿Cuántos de los que dirigen a otras personas en la empresa, el deporte, la política o
cualquier otro ámbito, descuidan estas grandes virtudes como si fueran algo
secundario? En teoría, la mayoría estará de acuerdo en que son importantes, e
incluso muchos se engañarán creyendo que las aplican, pero en la práctica
observamos su ausencia en un gran número de casos. ¿Dónde está el problema? A veces, en la
soberbia o la avaricia material o de poder de quienes mandan; otras, en la ausencia
de interés o prioridad por estas cuestiones; pero sobre todo, en la falta de
habilidad para poner en práctica lo que en teoría se acepta. No sirve pensar y
decir que son importantes el equilibrio emocional, la empatía, el trato con
los demás, etc., si no se sabe cómo hacerlo funcionar. Cuestión de actitud y entrenamiento.
Establecer un objetivo común es una herramienta clave que, en principio, la mayoría de los que dirigen personas tienen en cuenta. Pero no sirve cualquier
objetivo. Este, en primer lugar, debe ser atractivo en función de sus posibles beneficios,
el reto que plantea, el proceso que conlleva y los costes de todo tipo
relacionados con el intento. En mayor o menor medida en cada caso, todos estos
factores, sumando o restando, tienen su peso en el atractivo del objetivo.
Atractivo para el colectivo, pero también a nivel individual y de cada subgrupo
implicado. En el caso de Sudáfrica, el acierto de Mandela estuvo en encontrar y
saber vender un objetivo común, el fin del apartheid y un país nuevo, que aunque suponía
cesiones de unos y otros, proporcionaba beneficios mayores a todas las partes.
A la población negra, los derechos y la posibilidad de crecer en todos los
aspectos. A la población blanca, las ventajas económicas del fin del bloqueo
internacional que con el apartheid los ahogaba.
El buen líder, como demostró él, debe saber
negociar con las partes enfrentadas para conseguir que todos perciban el
beneficio particular de una acción conjunta. Es una de
las claves del trabajo en equipo, sobre todo cuando los miembros del mismo no piensan
igual, se llevan mal o, simplemente, tienen intereses diferentes. Otra clave es anticipar
los costes, poner sobre la mesa los esfuerzos requeridos, tener claro lo que hay que ceder. Nada es a
cambio de nada, y los objetivos ambiciosos cuestan. El director que no anticipa
los costes y no prevé con sus subordinados cómo afrontarlos, corre el
riesgo de convertirse en un vendedor de humo que inicialmente encanta, pero que
después decepciona. El realismo de Mandela al no esconder las dificultades, fue perfectamente compatible con el entusiasmo que generó su discurso. Es más, contribuyó a que creciera su credibilidad. Cuando hablaba, los que le escuchaban sabían que sus palabras
no eran vanas. Cuando les pedía un esfuerzo, coincidían con él en que merecería la pena.
Todavía hay líderes que no han comprendido lo poco apropiado
que resulta generar expectativas que después no se cumplen. Por la boca muere
el pez; no hay que olvidarlo. A muchos políticos, entrenadores y directivos les
pasa. Los objetivos deben ser atractivos, pero a la vez realistas, alcanzables;
y eso supone, en muchos casos, renunciar al objetivo ideal en favor de los
objetivos verdaderamente probables. Para eso, los líderes deben tener una perspectiva
global que contemple todo aquello que pueda ser relevante, y considerar el alcance
de sus decisiones no sólo en la inmediatez, sino a medio y largo plazo. Eso conlleva, a veces, tener que salir del pequeño mundo en el que uno se siente más
cómodo. A muchos les da vértigo; a otros, pereza. Otros prefieren no enfrentarse a quienes tienen cerca.
Mandela se dio cuenta de la trascendencia de las alianzas
internacionales, y dedicó tiempo a fortalecerlas. Para ello, necesitaba ofrecer
una imagen de país civilizado y unido, con dirigentes sensatos, que transmitiera confianza,
atrajera inversiones y mereciera el apoyo de quienes desde fuera podían ayudar
a Sudáfrica. Ya en la presidencia del país, sus adeptos más radicales le pedían
medidas drásticas contra la población blanca que les había oprimido. Lo fácil en
el corto plazo habría sido contentarlos, y probablemente, como ha sucedido en
otros casos, es lo que habría hecho un dirigente mediocre carente de esa gran
visión que Mandela tenía. Los blancos dominaban la economía y las
fuerzas armadas, y no podía prescindir de ellos. Lo emocional no contaba. Lo
racional, sí. El futuro del país exigía integrar a todos, sin rechazar a
ninguno por su pasado.
Pienso en esos equipos o instituciones en los que cuando a quien dirige no le gusta alguien, sin ni siquiera darle una mínima oportunidad de integrarse, de un modo u otro lo va apartando y no ceja hasta echarlo. ¿Cuántas
veces se le pone a una persona valiosa una cruz inamovible, simplemente porque colaboró con
el directivo anterior o en algún momento expresó una opinión contraria? ¿O bien porque está muy preparado y se le considera una amenaza? Mandela demuestra su
inteligencia de líder grande dando la oportunidad a aquellos que pueden sumar.
Al contrario que un líder mediocre, no los echa, sino que busca lo mejor de
ellos, los gana para su causa y aprovecha su talento y experiencia. ¡Qué gran
lección!
Se destaca de Mandela la utilización de los Springboks (la selección nacional de rugby)
para unir al país bajo una misma ilusión. Un gran acierto; ya que el
deporte ha demostrado ser una eficaz herramienta para estimular un sentimiento colectivo
intenso que, en un momento dado, puede eclipsar las diferencias individuales. Aunque evidentemente, no basta. De manera paralela, se deben desarrollar otras medidas más estables, y Mandela puso en marcha muchas iniciativas. Por desgracia, algunas de ellas no han cuajado como él esperaba. Partía desde muy abajo, y además, es muy probable que sus continuadores no hayan tenido la misma capacidad. No obstante, es indiscutible que hay un antes y un después en Sudáfrica, y ese sentimiento colectivo que impulsó el rugby, parece haber contribuido al cambio. Conseguirlo no fue fácil. Los Springboks
eran un símbolo de la Sudáfrica blanca, y se trataba de que lo fueran de toda
Sudáfrica. Los nuevos responsables deportivos, de raza negra, quisieron eliminarlos
o al menos minimizarlos, y Mandela tuvo que apostar muy fuerte contradiciendo a
los suyos; más aún, solicitándoles que cedieran y apoyaran a quienes veían
como el enemigo que durante décadas les había aplastado. A veces, un líder tiene que echar el resto para sacar adelante
sus ideas, pero necesita el respeto y la credibilidad de sus liderados, algo que habrá tenido que ganarse previamente
con su cercanía, respeto, buen ejemplo y aciertos. Imponer es fácil, pero convencer a
los que piensan diferente y conseguir no sólo que no interfieran, sino que
apoyen lo que en principio rechazaban, exige una gran habilidad para liderar.
En la despedida del gran líder, se loan sus extraordinarios
logros. Más admirable aún, es la forma en que los consiguió: el impresionante
ejemplo de liderazgo que nos ha dejado. ¿Podremos imitarlo, aunque sólo sea
aproximándonos? Desde luego, el listón está muy alto; pero Mandela, como el mismo señaló, sólo era un
hombre; extraordinario, es cierto; pero un hombre al fin y al cabo.
Chema Buceta
7-12-2013
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