domingo, 28 de agosto de 2016

¡AL ENEMIGO, NI AGUA!

                                      Deportividad y competitividad no son incompatibles


A diferencia de Londres, donde resultaba muy difícil encontrar una entrada, en los Juegos Olímpicos de Río hemos visto muchas gradas vacías en todas las competiciones; una lástima tratándose de esas dos semanas mágicas, las más grandes del deporte, que cada cuatro años nos proporcionan gestas tan bellas y emocionantes. Como cabía esperar, la grandeza de lo deportivo ha superado a las numerosas deficiencias que en Río se han producido, pero no por eso se debe pasar página sin más. Muchas de estas deficiencias ya han sido ampliamente señaladas. Añado otra:  que el maratón y la marcha no llegaran al estadio olímpico, sino a un despoblado sambodromo (!) que ha desmerecido el glamur de pruebas tan carismáticas. Evidentemente, la ausencia de público ha sido otra considerable falta, pero lo peor de todo, es que una parte de los asistentes no haya sabido comportarse con la deportividad que exige el espíritu olímpico y que siempre debería estar presente en las competiciones de cualquier especialidad, incluyendo ¿por qué no? el fútbol, aunque esto, de momento, sea una utopía. Los insultos y abucheos a los árbitros y los adversarios, junto a la celebración entusiasta de los errores de estos últimos, han sido borrones muy penosos incluso en deportes que se suelen caracterizar por su fair-play. “¡Al enemigo, ni agua!”. Y tanto el árbitro como el adversario, lo son.

Se alega que en los Juegos Olímpicos el público asiste a especialidades deportivas que desconoce, y que por eso no actúa como es habitual en el contexto de tales especialidades, reproduciendo lo que ha aprendido de deportes como el fútbol y otros en los que la falta de respeto se acepta con naturalidad y hasta forma parte del mobiliario. Es triste que no se aproveche la grandeza y pluralidad deportiva de los Juegos para trasladar las buenas costumbres de algunos deportes a otros que no suelen exhibirlas, y más aún, que sea el mal ejemplo de estos últimos el que inunde a los primeros. ¡Una lástima! Pero parece lógico cuando no se invierte en educar al público y son muchos los deportistas, entrenadores, directivos, medios de comunicación y otros actores implicados, que teniendo influencia a través de su ejemplo, no asumen la responsabilidad de sus actos.

Más allá de las gradas, los Juegos Olímpicos han sido seguidos por millones de personas de todo el mundo a través de los medios de comunicación, y al igual que el fútbol y otros deportes con un gran impacto mediático, habrán constituido un gran escaparate que moldeará las actitudes y comportamientos de los deportistas jóvenes, los entrenadores, dirigentes y árbitros en el deporte de base, otras personas involucradas en la actividad deportiva y, por supuesto, los padres de los deportistas y los meros espectadores. Lo que sucede en el escenario olímpico no pasa desapercibido y tiene una repercusión enorme. Ahí nacen o se fortalecen los gérmenes de hacer deporte, la manera de verlo y practicarlo, la inspiración, la motivación, la comprensión, el ejemplo a imitar… y por eso, lo asuman o no, los protagonistas del deporte y quienes lo transmiten tienen una enorme responsabilidad social que, sin embargo, en bastantes casos, ignoran. ¿Nos extraña, por ejemplo, que un padre insulte al árbitro en un partido de infantiles, cuando ha estado oyendo declaraciones de entrenadores de élite o comentarios de locutores señalando al árbitro como culpable de las derrotas? ¿Nos sorprende que un entrenador joven, en un partido de liga municipal, en lugar de centrarse en la tarea de ayudar a los chicos a mejorar, proteste al árbitro continuamente, o le acuse de robarle el partido, cuando es eso lo que ha observado en los entrenadores consagrados?

El deporte provoca emociones muy intensas que alteran nuestro comportamiento, pero los que tenemos una responsabilidad debemos ser capaces de controlar nuestras emociones para no decir o hacer cosas que constituyan malos ejemplos. Y por supuesto, deberíamos partir de una concepción del deporte que asuma la deportividad como su principal valor. Eso significa, sobre todo, el respeto a las normas, a los jueces, a los adversarios, a los compañeros y a todos los actores implicados. Si pensamos que el adversario es alguien a quien debemos odiar más que aceptar como compañero de viaje, malo. Si consideramos que cualquier cosa vale con tal de ganar, también malo. Si siempre buscamos culpables externos para justificar los resultados adversos, muy malo. Si vemos la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio, malísimo. Si hablamos de cuentas pendientes, o pensamos que existen conspiraciones ocultas para fastidiarnos… sin comentarios. Si aceptamos que insultar al árbitro o al rival es un comportamiento correcto, ¡en fin! Este tipo de actitudes favorece el comportamiento antideportivo, sobre todo en presencia de la emoción incontrolada del momento. El resultado no puede ser otro que un mal ejemplo que muchos observadores, tarde o temprano,  tenderán a imitar. “¡Al enemigo, ni agua!”.

Actuar con deportividad no es incompatible con la ambición de ganar. Un buen ejemplo en estos Juegos de Río lo ha mostrado la campeona olímpica de salto de altura, Ruth Beitia. Cuando su principal rival tenía que saltar y podía arrebatarle el oro, hizo señales al público para que no la abuchearan y ella misma acompañó la carrea con aplausos. ¡Fantástico! Como esa, en muchos deportes se han producido escenas de destacada deportividad que constituyen los buenos ejemplos. Se ha visto a grandes adversarios en la arena que sin embargo se abrazaban, se felicitaban, reconocían el esfuerzo realizado por quienes habían competido dignamente contra ellos y se identificaban con sus contrincantes porque, en definitiva, están en el mismo barco. ¡Qué ejemplo tan hermoso! La esencia del deporte en estado puro.

Junto a estos extraordinarios ejemplos, que espero calen en quienes los han observado, hemos visto a otros deportistas intentando desestabilizar al rival con gritos y gestos agresivos, o haciendo declaraciones que a diferencia de las de Ruth Beitia alabando las bondades de sus rivales, reflejan una forma de ver el deporte muy diferente: “¡todo vale!”, ¡al enemigo, ni agua!”.  Los gritos y gestos como decir ¡vamos! o cerrar el puño para celebrar una buena acción o darse ánimos son perfectamente compatibles con la deportividad siempre que se hagan hacia uno mismo y no desafiando al contrario  con agresividad. Por mucho que se justifique con supuestas cuentas pendientes o a modo de estrategia para competir mejor, me parece deplorable este tipo de comportamiento hacia el adversario que acaba de recibir un gol o perdido un punto. Por desgracia, hemos escuchado a locutores entusiasmándose con estos gestos (cuando los hacían los nuestros, claro), destacándolos como una demostración de lo competitivos que son (?) los deportistas que los realizan. ¿Es qué, entonces, Ruth Beitia, campeona del respeto a sus rivales, no es competitiva?

Las grandes audiencias que tienen los medios de comunicación exigen que quienes escriben o se ponen  frente al micrófono se den cuenta de la responsabilidad que tienen. Y lo mismo sucede con otros profesionales. Lo que más me ha entristecido en estos Juegos es que haya habido algún psicólogo que alimentado su ego por el éxito de su deportista, haya declarado que parte de su trabajo consiste en entrenar a esta para que sus gritos y gestos tengan un impacto negativo en el rendimiento de sus rivales. ¡Lamentable! ¡Qué falta de ética! ¡Y que mala imagen para los psicólogos del deporte!, cuyo cometido es entrenar/orientar a los deportistas y sus entrenadores para optimizar el rendimiento potenciando los recursos propios, pero no minimizando al rival con un comportamiento claramente antideportivo por la falta de respeto que conlleva. Por fortuna, respetando el código ético que debe presidir el trabajo de los que ayudan a los deportistas, bastantes psicólogos, desde la discreción, han realizado un excelente trabajo en estos Juegos Olímpicos, demostrando que la deportividad y trabajar eficazmente para conseguir el éxito no son incompatibles sino aliados.

Dice un refrán español que “de aquellos polvos vienen estos lodos”. Cuando asistimos al triste espectáculo que a veces ofrecen espectadores, padres, entrenadores, directivos y deportistas en el deporte no profesional, deberíamos recordar la semilla que algunos profesionales plantaron con su mal ejemplo, y del mismo modo, cuando se producen declaraciones o comportamientos desafortunados de quienes tanta influencia tienen, deberíamos ser conscientes de que, tarde o temprano, será muy probable que esa semilla produzca un efecto no deseado. Lo mejor, claro está, es que esto no ocurra y que, al contrario, fomentemos la deportividad desde la posición que cada uno tenga. ¿Se equivoca un árbitro? Es lógico. ¿No se equivocan los jugadores fallando goles o canastas fáciles? ¿Y los entrenadores y los directivos con sus decisiones? El error es parte del deporte y todos los actores yerran. ¿Lo hacen a propósito? Salvo en casos excepcionales, no. ¿Influyen los errores del árbitro en el resultado? A veces sí, para bien o para mal, ¡ojo!, pero casi nunca más que los errores cometidos por los jugadores y los entrenadores.

No es de recibo, por tanto, que entrenadores, directivos y comentaristas se dediquen a destacar los errores de los árbitro cuando nos perjudican y, sin embargo, los silencien cuando nos benefician. Y mucho menos, que vean errores contra los nuestros hasta debajo de las piedras, sobre todo si las cosas van mal. No por ser objetivo se tiene un menor apego a los colores propios, y además, en el caso de los comentaristas, su función, a mi entender, no es activar emociones de cualquier manera, sino informar y opinar con profesionalidad, no como un fan, para favorecer que sea cada escuchante quien forme su propia opinión y con libertad de o no rienda suelta a sus emociones. Evidentemente, se puede transmitir una cierta dosis de emoción, pero sin pasarse. El comentarista no es una cheerleader.

Los Juegos Olímpicos han pasado y es hora de reflexionar no solo sobre los resultados, sino también sobre los comportamientos de todos los actores que han participado y tienen una influencia social. La secuela de los Juegos no se queda en el historial del medallero, sino que alcanza mucho más allá a través de los ejemplos que los protagonistas han mostrado. Si creemos que el deporte es una gran escuela de valores, tenemos que demostrarlo, cada uno en su función, asumiendo la responsabilidad de enseñarlos.

Chema Buceta
28-8-2016

Twitter: @chemabuceta

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