Aunque la cabalgata del cinco de enero pasaba cerca de su casa, hacía ya mucho tiempo, desde que su hija menor lo había descubierto, que no la presenciaba. Es más, la evitaba para no coincidir con la multitud que agolpándose en las aceras dificultaba el paso, algunos, como él mismo antaño, subidos en escaleras portátiles para que los niños de las filas postreras alcanzaran a ver a los esperados Reyes Magos. Pero esta vez, no pudo. Adelantaron la hora habitual del desfile y se topó con él. Una faena, refunfuñó; le resultó imposible cruzar la avenida y no tuvo más remedio que aguantarse. Con el ceño fruncido y la impaciencia como compañera vio pasar las coloridas carrozas que anticipaban la de sus majestades, hasta que ¡por fin! éstos aparecieron. Los gritos que expresaban tanto júbilo le hicieron recordar la inmensa emoción de otros tiempos, cuando creía en todo esto y ansiaba la llegada de Gaspar, su rey favorito, para que se fijara en él y no olvidara esa carta que con el correspondiente franqueo le había remitido. Con sus hijos hizo el paripé, pero no era lo mismo. Lógico. La magia de esos primeros años se había extinguido; y ahora, mucho más. La cabalgata era un rollo, un estorbo; y los Reyes, un trámite inevitable. Pero... sucedió algo imprevisto: el carruaje real se detuvo allí, justo dónde él estaba, y el rey Gaspar, sin dejar de saludar a diestro y siniestro, sobrevoló la mirada por encima de la apiñada multitud y la posó en él... ¡Ufff! Un escalofrío recorrió su cuerpo.
A la mañana siguiente, junto a los regalos más o menos previsibles
de su mujer y sus dos hijas, había un pequeño paquete que ninguna de ellas
reconoció. Lo abrió. Era un dispositivo electrónico parecido a un teléfono
móvil, y junto a él una correa para poder sujetárselo en el brazo, como hacen
algunos corredores para medir la distancia y el tiempo. Y¡menos mal! un
delgado libro de instrucciones que encontró al fondo de la caja, aunque… casi
todo estaba en blanco. Sólo decía: “Aprende a Escuchar”. ¿De quién es este
regalo? ¡Ni idea! La curiosidad le pudo, y tras haberse probado la camisa de
cuadros grandes para ir a la sierra, la corbata de rayas que arrinconaría en el
armario y el jersey de cachemir que estrenaría ese mismo día, investigó ese
sencillo aparato con la mayor atención. No le llevó mucho tiempo. Únicamente
tenía un botón con dos posiciones: off y
on. Pero en realidad daba lo mismo,
porque en cualquiera de ellas no sucedía nada. ¿De quién ha sido la idea de
esta broma? ¡Ni idea! Insertado en la correa que lo acompañaba, lo situó en el brazo. Nada.
Su hija menor interrumpió la concentración en
el extraño regalo para hablarle de sus planes de esa tarde de Reyes. Él, como
hacía a menudo, oyó lo que le decía, pero sólo vagamente lo escuchó. Una
práctica bastante frecuente, cada vez más habitual. De pronto… ¡Ohh!... sintió
que el brazo le vibraba justo donde tenía el aparato: un incómodo temblor que no
cesaba… hasta que le dio al off .
¿Qué ha pasado? ¡Ni idea! Volvió a darle al on.
Nada. Al rato, su mujer quiso transmitirle lo contenta que estaba con sus
regalos, y él asintió para cumplir el guión, pero en realidad su pensamiento
estaba en otra cosa. Y enseguida, esa brusca vibración reapareció. ¿Pero qué es
esto? ¿Por qué vibra? ¡Ni idea! Cada vez más intrigado, decidió llevar el
aparato en el brazo para descubrir de qué se trataba todo esto, y como
era un dispositivo muy discreto, pudo hacerlo tapándolo con la camisa sin que
desde fuera se apreciara. No tardó en darse cuenta de que casi siempre que
alguien le hablaba, la desagradable convulsión se presentaba. Entonces, recordó
el escueto texto de las instrucciones, y decidió hacer algo diferente. La
primera oportunidad se le presentó de inmediato: su suegra empezó a contarle cómo
había hecho ella misma el roscón, y él, hipermotivado por el reto de controlar
el misterioso artilugio (pues de otra forma habría sido incapaz), le prestó la
máxima atención que supo. ¡Bingo! La espasmódica vibración se ausentó, y ocupó
su lugar un agradable masaje. (!!!). Lo
volvió a probar con un cuñado plasta que le habló de su colección de soldaditos de plomo (¡insufrible!) y el masaje se intensificó (??? )
Pronto descubrió que cuánto más y mejor escuchaba, más agradable era
el masaje, y por supuesto mucho más atractivo que el temblor, por lo que decidió cultivar el hábito de escuchar a todo aquel que le hablaba. Empezó,
simplemente, prestando mucha atención y no interrumpiendo, algo que le costó dios
y ayuda tanto por la falta de costumbre como por los tostonazos que se tragaba.
Pero ese masaje tan especial le había cautivado, y quería más. Después,
perfeccionó el contacto visual con su interlocutor y sus movimientos de cabeza
y párpados para asentir y enfatizar. ¡Mano de santo! Más tarde, incorporó
algunos sonidos y frases clave (como “ajá” o “te comprendo”) y sintió un
interés genuino, no forzado sino natural, por ponerse en el lugar de quien le
hablaba y comprenderlo de verdad. Entonces, el masaje derivó en una insuperable
sensación interna de control y seguridad que le enganchó todavía más. ¡Todo un
descubrimiento!
Encantado con la habilidad que había desarrollado, la aplicó en
diferentes frentes: en el trabajo, le ayudó a mejorar la comunicación con sus
compañeros, jefes y subordinados, y sus ventas mejoraron gracias a la mayor
eficacia en el trato con los posibles clientes. En casa notó que su mujer y sus
hijas le hacían más caso: se dirigían a él para contarle cosas y pedirle opinión, y a su vez le
preguntaban por lo suyo (¡Ohh!), mostrando un interés por compartir más allá de quejarse, pedirle dinero
o solicitar permiso. ¿Un milagro? Y con los amigos… hablando menos y escuchando
más, percibió mayor aprecio y se sintió más unido a ellos. ¡Qué extraordinaria
sensación!
Pasó un año. Llevaba ya varios meses sin usar ese pequeño
aparato que misteriosamente había recibido como regalo de Reyes. No le hacía
falta. Ni siquiera sabía dónde lo había guardado. Lo que quiera que fuera, ese
extraño artilugio había cumplido su misión: lo había transformado en un hombre
nuevo, con una inteligencia emocional que había estado dormida. Pero… ¿Había sido el aparato? ¿O éste,
simplemente, le había despertado, y en realidad había sido él quien lo había
logrado? No sabía la respuesta; pero sí que ahora era él quien lo controlaba,
el protagonista de ese cambio que tan buenos resultados le estaba dando.
El cinco de enero acudió a la cabalgata; esta vez a
propósito. Cuando pasó el rey Gaspar, buscó el contacto visual; su majestad le
guiñó un ojo, o eso creyó ver, pero apenas se detuvo en él. Lo entendió.
Concluyó que estaría buscando al privilegiado que ese año recibiría el mágico artefacto
para aprender a escuchar. Sin infravalorar la camisa, la corbata y el jersey de
turno, sin duda ¡El mejor regalo!
Chema Buceta
6-1-2013
twitter: @chemabuceta
www.psicologiadelcoaching.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario