Se conoce popularmente como “Maracanazo” a la victoria de
Uruguay sobre Brasil en el partido final del Mundial de fútbol de 1950 celebrado en el
estadio de Maracaná en Río de Janeiro. Brasil era el gran favorito, y contaba
con el apoyo enfervorizado de sus apasionados seguidores; además, al jugarse
por sistema de liguilla entre los cuatro mejores e ir por delante, le bastaba
el empate para ser campeón. Sin embargo, lo que todos esperaban, no ocurrió.
Antes y después de ese partido, en este y otros deportes han acontecido numerosas situaciones similares. En España, en la final de la Copa del Rey de 2002, en
el mismo estadio Bernabeu y coincidiendo con el centenario del club, uno de los mejores Real Madrid
de este siglo cayó derrotado frente al Deportivo de La Coruña (se le llamó "Centenariazo”). Más
cercanos, este y el año pasado lo hemos visto en la final four de la Euroliga de baloncesto, donde el que menos contaba
acabó batiendo a los favoritos en semifinal y final; y esta misma semana, en el
europeo de hockey sobre patines, en el que tras siete títulos consecutivos
sin perder un solo partido, la selección española, gran favorita y jugando en
casa, necesitaba ganar a Portugal que no se jugaba nada, y solo pudo empatar.
Seguro que todos conocemos casos en los que ha ocurrido algo parecido.
En la mayoría de estos casos, el favorito es mejor que el contrario y las
circunstancias le favorecen. Por tanto, tiene la obligación de ganar, y tanto
él como su entorno es lo que esperan; y la obligación es mayor cuando son muchos
los aficionados, medios de comunicación, etc. que así lo demandan. Por eso, en
ocasiones, jugar en casa puede ser un factor añadido en contra. Para
contrarrestar este clima de euforia, los protagonistas suelen decir que no hay
rival fácil, que el partido hay que jugarlo, etc. Lo expresan así porque es lo políticamente
correcto o porque de verdad lo piensan, pero la creencia de superioridad,
consciente o inconsciente, suele ser más fuerte y predomina
sobre lo demás. Lo racional aconseja que no hay que confiarse, pero lo emocional destaca que el viento sopla a favor, y
propicia acomodarse a un clima de optimismo que sin duda es mucho más
agradable que estar preocupado.
En bastantes casos, este clima de optimismo dificulta que se
anticipen las contrariedades que podrían surgir en el partido y se preparen los
correspondientes planes por si así fuera; por lo que no es extraño que si las
cosas no salen como se esperaba, el equipo no esté convenientemente preparado
para reaccionar. Física, técnica y tácticamente, quizá lo esté, pero
psicológicamente, no. A esto hay que añadir la enorme discrepancia que se
plantea cuando teniendo tan claro lo que debería suceder, ocurre otra cosa; y
más aún, cuando eso implica la amenaza de no cumplir con una obligación que
todos daban por hecha. Cuánto más favorito se es, y mayor es la euforia
colectiva esperando lo que parece lógico, más acuciante es la presión. Puede que no se note antes del partido, en parte debido a ese optimismo que lo tapa todo (de
hecho, es un mecanismo que ayuda a ignorar esa presión), pero la presión está
ahí, dispuesta a activarse en cuanto las cosas se tuerzan. ¿Favoritos? No,
gracias! (aunque es algo que no se puede evitar; si lo eres, lo eres aunque no
quieras!).
¿Qué efectos tiene todo esto? En ocasiones, la expectativa
elevada de ser favoritos, junto a la euforia de la afición y los medios de
comunicación que también lo piensan, provocan una activación muy alta que se traduce
en un exceso de impulsividad. La impresión que da es
que se quiere resolver cuanto antes; y que, además, consciente o inconsciente,
existe la creencia de que así será. En muchos casos, esto provoca errores que
se vuelven en contra. Si encima, el adversario no es un paquete, lo más probable
es que jugando sin tanta o ninguna presión, su rendimiento sea mejor.
Resultado: lo que se esperaba, no sucede: lo que parecía cantado, no lo es; la ventaja
teórica se traduce en desventaja real. Y es ahora, en la adversidad no
esperada, cuando la presión acecha más. Esa obligación de ganar provoca
nerviosismo e inseguridad, y según los casos, inhibición o precipitación. Aquí,
es frecuente que los jugadores vayan por libre más de la cuenta, se olviden
algunos esfuerzos que habría que hacer, se tomen malas decisiones, se actúe con
un exceso de agresividad incontrolada… El equipo no encuentra su sitio, va a bandazos, sin paciencia,
sin seguir la estrategia colectiva que le haría superior a su rival, y conforme
el tiempo pasa, peor: más prisa y peor rendimiento. A veces, en lugar de esa impulsividad, lo que se
observa inicialmente es la pasividad de un exceso de confianza a la que subyace la creencia
de que tarde o temprano se mostrará la esperada superioridad, pero si ese
momento no llega, la presión actúa atenazando a los jugadores o provocando precipitación;
y en ambos casos, propiciando errores y un rendimiento ineficaz.
Solucionar este problema no es fácil, sobre todo si se trata
de forma superficial cuando en realidad su trascendencia es enorme. Anticiparlo
y prevenirlo es clave. Para eso, lo primero es detectarlo. Después, preparar al
equipo para esa adversidad. Y en algunos casos, profundizar en las
creencias que dificultan este proceso. Una vez más, la presencia del psicólogo
del deporte puede ser importante. ¿Es lógico que plantillas millonarias con
varios ayudantes en el staff, no
tengan otro ayudante (el psicólogo del deporte) que contribuya a la preparación
psicológica? Se cuidan todos los detalles, y se descuida este. Cierto que cada
vez son más lo que se dan cuenta, pero todavía quedan muchos ignorantes o
escépticos que confían todo su trabajo a que la próxima vez, ¡ojalá!, la suerte
les vendrá de cara.
¿Favoritos? ¡No, gracias! Pero si lo somos, en lugar de
ignorarlo, preparémonos para gestionarlo de la manera más eficaz.
Chema Buceta
20-7-2014
twitter: @chemabuceta