En una de las charlas que recientemente he impartido en
algunos colegios, me preguntó un padre cuál era, en mi opinión, la cualidad más
importante de un entrenador. Es obvio que hay más de una: sus conocimientos,
pasión, capacidad de liderazgo, inteligencia emocional, habilidades de
comunicación… pero todas ellas tienen un recorrido corto si el entrenador
carece de generosidad. Dar sin esperar nada a cambio; entregar lo mejor de uno
mismo; no anteponer el beneficio personal; pensar en el nosotros antes que en
el yo; ayudar, ayudar y ayudar a los demás... y no cansarse de ayudar.
Las personas que tienen un actitud generosa y actúan con
generosidad activan procesos muy valiosos en sí mismas y en los demás. Según
diversos estudios, tienen más emociones positivas, están más satisfechas con el
día a día y el sentido de su vida, establecen relaciones más gratificantes,
duraderas y productivas, contribuyen a una sinergia y clima muy positivos en
los grupos y las organizaciones y, en general, son más felices que aquellos en los que predomina el yo, yo, yo... y después, yo. Además, si dirigen personas,
se ganan mejor el respeto, el aprecio, la identificación y la lealtad de sus
liderados. La generosidad implica estar dispuesto a comprender y dedicar tiempo a los demás,
atender sus necesidades, compartir conocimientos, ayudar a crecer, no poner
pegas en aras a la comodidad personal… siempre de manera sincera, no ficticia,
con la alegría y el espíritu de servicio que caracteriza a los mejores líderes.
Por principio, la generosidad no puede estar calculada (uno
se entrega inicialmente sin condiciones), pero como es lógico, todo tiene un
límite; y este lo establecen el abuso de los demás, lo razonable de la
situación y el posible paternalismo/sobreprotección. Dar sin esperar recibir,
sin mercadear, buscando el beneficio común más que el propio, es una gran
cualidad, pero eso no quiere decir que uno se deje pisotear por los que abusan
de esa generosidad, que se pase de generoso (más de lo razonable en función de
la situación) o que confunda la generosidad con la sobreprotección de otros resolviéndoles todo.
La generosidad es una gran cualidad no solo de los que
dirigen. También de quienes son dirigidos y deben trabajar en equipo.
Generosidad con el jefe para aceptar que sus decisiones no siempre pueden
ser las que a uno le gustaría y estar dispuesto a acatarlas con el mejor ímpetu.
Con los compañeros, para comprender sus necesidades y ayudarlos en lo posible
sin medir la reciprocidad. Con el proyecto común, dando lo mejor de uno aún
cuando (sobre todo) el viento no sople a favor, adaptándose a las circunstancias
en lugar de pretender que sean estas las que se amolden a las preferencias propias. Y con uno mismo,
asumiendo las limitaciones personales y el esfuerzo generoso necesario
para combatirlas. Los buenos jugadores de equipo son generosos. Dan más de lo
que reciben. Y ahí está su principal gratificación.
Además, la generosidad debería ser una cualidad prioritaria de
los que, sin dirigir, son líderes sociales por sus logros, ejemplo, fama y,
como consecuencia de ello, capacidad de influir en los demás y abrir puertas
para otros. Por ejemplo, los deportistas más conocidos o de mayor relevancia en
sus respectivos deportes. Hace unos días me hablaron de algunos futbolistas que
sistemáticamente se niegan a colaborar en actos solidarios. Lo hacen si sus patrocinadores
insisten por ser campañas o eventos de amplia cobertura en los medios de comunicación que
reportarán pingües beneficios publicitarios, pero no si se les pide, por ejemplo, que
acudan una tarde a un barrio marginal a la modesta presentación de un programa de
prevención de la delincuencia juvenil o la drogadicción. Llama la atención que
algunos de estos deportistas se han criado en barrios similares o mucho más
humildes y con mayores riesgos para los jóvenes, y sin embargo, ahora, en la
cresta de la ola, prefieren no colaborar. Como es lógico, no pueden estar yendo
a actos extradeportivos todos los días, y seguramente son muchas las peticiones
que reciben, pero de vez en cuando… La generosidad no está en participar en eventos solidarios de mucho bombo con una clara contrapartida comercial,
sino en contribuir por el hecho de hacerlo, sin esperar que haya un fotógrafo o
sabiendo que lo habrá para beneficiar a quien se ayuda, con la única motivación
de dedicar unas pocas horas a una buena causa.
Otro ejemplo negativo es el espectáculo que están dando
algunos jugadores de tenis y bádminton que renuncian a jugar representando a España. Sin entrar en los
detalles de este asunto, lo que trasluce es el egoísmo de unos deportistas privilegiados que van
a lo suyo, obviando la repercusión de sus decisiones en un posible beneficio común.
Generosidad, cero. Quizá la tuvieron en otras etapas, pero ahora, no. Es
posible que la actuación de sus federaciones sea deficiente y se sientan
maltratados; y por supuesto, es lógico que defiendan lo que consideran justo y negocien.
Ahora bien, se puede negociar con la intención de llegar a un acuerdo o al
contrario; y da la impresión de que en este caso, es más lo segundo que lo
primero.
¿Dónde está la generosidad? Jugadores a los que se trata
como ídolos, renuncian a jugar la Copa Davis y la Copa Federación. En su
trayectoria a la élite, muchos de ellos han recibido la ayuda del dinero
público para formarse en los centros de alto rendimiento con los mejores medios
y disfrutar de becas. Y todos gozan de popularidad y patrocinadores, sobre todo
gracias a sus éxitos, pero en gran parte porque estos se difunden de manera
generosa. Muchos de los que les siguen se engancharon, precisamente, gracias a
lo que en su momento hicieron en la Davis. “Es que esta vez (¿cuántas van ya?)
no me viene bien para la preparación de los siguientes torneos” (Yo, yo, yo…)
(Después, en algún caso, se ha sabido que alguno de esos jugadores estaba en un
torneo de exhibición y no precisamente gratis).
Los deportistas profesionales tienen que ganar dinero, y es
lógico que miren por sus intereses, pero deberían mostrar un mínimo de
sensibilidad para comprender y satisfacer a quienes les siguen y alimentan el
interés de sus patrocinadores: aficionados que esperan de ellos un paso
adelante cuando se trata de un objetivo común en el que también quieren
implicarse (Copa Davis, Copa Federación…); también, para aceptar la
responsabilidad de contribuir a que su deporte avance más allá de sus propias
carreras (como en su momento hicieron otros que los precedieron), y para eso no
son suficientes sus méritos individuales, sino que hace falta su participación
en éxitos colectivos que enganchen al público y generen medios para poder
atender las necesidades de quienes empiezan. Dar sin esperar nada a cambio. Sin
calcular que ya se ha hecho mucho por los demás, que se ha devuelto lo que se
había recibido, que se explota su imagen a cambio de unas habichuelas.
Sería magnífico, y le haría más grande, que Nadal estuviera siempre dispuesto a jugar la Copa Davis. Ahora es una gran campeón y
un ejemplo de superación y fortaleza mental dentro de la pista. Pero si eso ocurriera,
sería mucho más: un gran modelo de generosidad: de compartir su éxito, de
ayudar a que los jóvenes puedan emularlo, de transmitir un valor de gran
trascendencia para que la sociedad funcione mejor. ¿Tiene que hacerlo? ¿Se le
puede exigir? ¿Es su obligación? No. Pero precisamente, ahí está el valor de la
generosidad. No se hace porque se tenga que hacer, sino porque a uno le place
ayudar.
Chema Buceta
11-4-2015
Twitter: @chemabuceta