A diferencia de Londres, donde resultaba muy difícil
encontrar una entrada, en los Juegos Olímpicos de Río hemos visto muchas gradas
vacías en todas las competiciones; una lástima tratándose de esas dos semanas mágicas, las más grandes del deporte, que cada cuatro años nos proporcionan gestas tan bellas y emocionantes. Como cabía esperar, la grandeza de lo deportivo ha superado a las numerosas deficiencias que en Río se han producido, pero no por eso se debe pasar página sin más. Muchas de estas deficiencias ya han sido ampliamente señaladas. Añado otra: que el maratón y la marcha no llegaran
al estadio olímpico, sino a un despoblado sambodromo
(!) que ha desmerecido el glamur de pruebas tan carismáticas. Evidentemente, la ausencia de público ha sido otra considerable falta, pero lo peor de todo, es que una parte de los asistentes no haya sabido comportarse
con la deportividad que exige el espíritu olímpico y que siempre debería estar presente en las competiciones de cualquier especialidad, incluyendo
¿por qué no? el fútbol, aunque esto, de momento, sea una utopía. Los insultos y
abucheos a los árbitros y los adversarios, junto a la celebración entusiasta de los
errores de estos últimos, han sido borrones muy penosos incluso en deportes que se
suelen caracterizar por su fair-play.
“¡Al enemigo, ni agua!”. Y tanto el árbitro como el adversario, lo son.
Se alega que en los Juegos Olímpicos el público asiste a especialidades
deportivas que desconoce, y que por eso no actúa como es habitual en el
contexto de tales especialidades, reproduciendo lo que ha aprendido de deportes
como el fútbol y otros en los que la falta de respeto se acepta con naturalidad
y hasta forma parte del mobiliario. Es triste que no se aproveche la grandeza y
pluralidad deportiva de los Juegos para trasladar las buenas costumbres de
algunos deportes a otros que no suelen exhibirlas, y más aún, que sea el mal
ejemplo de estos últimos el que inunde a los primeros. ¡Una lástima! Pero parece
lógico cuando no se invierte en educar al público y son muchos los deportistas,
entrenadores, directivos, medios de comunicación y otros actores implicados, que
teniendo influencia a través de su ejemplo, no asumen la responsabilidad de sus
actos.
Más allá de las gradas, los Juegos Olímpicos han sido
seguidos por millones de personas de todo el mundo a través de los medios de
comunicación, y al igual que el fútbol y otros deportes con un gran impacto
mediático, habrán constituido un gran escaparate que moldeará las actitudes y
comportamientos de los deportistas jóvenes, los entrenadores, dirigentes y
árbitros en el deporte de base, otras personas involucradas en la actividad
deportiva y, por supuesto, los padres de los deportistas y los meros
espectadores. Lo que sucede en el escenario olímpico no pasa desapercibido y
tiene una repercusión enorme. Ahí nacen o se fortalecen los gérmenes de hacer
deporte, la manera de verlo y practicarlo, la inspiración, la motivación, la
comprensión, el ejemplo a imitar… y por eso, lo asuman o no, los protagonistas
del deporte y quienes lo transmiten tienen una enorme responsabilidad social que,
sin embargo, en bastantes casos, ignoran. ¿Nos extraña, por ejemplo, que un
padre insulte al árbitro en un partido de infantiles, cuando ha estado oyendo
declaraciones de entrenadores de élite o comentarios de locutores señalando al
árbitro como culpable de las derrotas? ¿Nos sorprende que un entrenador joven,
en un partido de liga municipal, en lugar de centrarse en la tarea de ayudar a
los chicos a mejorar, proteste al árbitro continuamente, o le acuse de robarle
el partido, cuando es eso lo que ha observado en los entrenadores consagrados?
El deporte provoca emociones muy intensas que alteran
nuestro comportamiento, pero los que tenemos una responsabilidad debemos ser
capaces de controlar nuestras emociones para no decir o hacer cosas que
constituyan malos ejemplos. Y por supuesto, deberíamos partir de una concepción
del deporte que asuma la deportividad como su principal valor. Eso significa,
sobre todo, el respeto a las normas, a los jueces, a los adversarios, a los
compañeros y a todos los actores implicados. Si pensamos que el
adversario es alguien a quien debemos odiar más que aceptar como compañero de
viaje, malo. Si consideramos que cualquier cosa vale con tal de ganar, también
malo. Si siempre buscamos culpables externos para justificar los
resultados adversos, muy malo. Si vemos la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el
propio, malísimo. Si hablamos de cuentas pendientes, o pensamos que existen
conspiraciones ocultas para fastidiarnos… sin comentarios. Si aceptamos que
insultar al árbitro o al rival es un comportamiento correcto, ¡en fin! Este
tipo de actitudes favorece el comportamiento antideportivo, sobre todo en
presencia de la emoción incontrolada del momento. El resultado no puede ser
otro que un mal ejemplo que muchos observadores, tarde o temprano, tenderán a imitar. “¡Al enemigo, ni agua!”.
Actuar con deportividad no es incompatible con la ambición
de ganar. Un buen ejemplo en estos Juegos de Río lo ha mostrado la campeona
olímpica de salto de altura, Ruth Beitia. Cuando su principal rival tenía que
saltar y podía arrebatarle el oro, hizo señales al público para que no la
abuchearan y ella misma acompañó la carrea con aplausos. ¡Fantástico! Como esa,
en muchos deportes se han producido escenas de destacada deportividad que
constituyen los buenos ejemplos. Se ha visto a grandes adversarios en la arena que sin embargo se
abrazaban, se felicitaban, reconocían el esfuerzo realizado por quienes habían
competido dignamente contra ellos y se identificaban con sus contrincantes porque, en
definitiva, están en el mismo barco. ¡Qué ejemplo tan hermoso! La esencia del deporte en estado puro.
Junto a estos extraordinarios ejemplos, que espero calen en
quienes los han observado, hemos visto a otros deportistas intentando
desestabilizar al rival con gritos y gestos agresivos, o haciendo declaraciones
que a diferencia de las de Ruth Beitia alabando las bondades de sus rivales,
reflejan una forma de ver el deporte muy diferente: “¡todo vale!”, ¡al enemigo,
ni agua!”. Los gritos y gestos como
decir ¡vamos! o cerrar el puño para celebrar una buena acción o darse ánimos son perfectamente compatibles
con la deportividad siempre que se hagan hacia uno mismo y no desafiando al
contrario con agresividad. Por mucho que
se justifique con supuestas cuentas pendientes o a modo de estrategia para competir mejor, me parece deplorable este tipo de comportamiento hacia
el adversario que acaba de recibir un gol o perdido un punto. Por desgracia,
hemos escuchado a locutores entusiasmándose con estos gestos (cuando los
hacían los nuestros, claro), destacándolos como una demostración de lo competitivos
que son (?) los deportistas que los realizan. ¿Es qué, entonces, Ruth Beitia, campeona del
respeto a sus rivales, no es competitiva?
Las grandes audiencias que tienen los medios de comunicación
exigen que quienes escriben o se ponen frente
al micrófono se den cuenta de la responsabilidad que tienen. Y lo mismo sucede
con otros profesionales. Lo que más me ha entristecido en estos Juegos es que
haya habido algún psicólogo que alimentado su ego por el éxito de su deportista,
haya declarado que parte de su trabajo consiste en entrenar a esta para que sus
gritos y gestos tengan un impacto negativo en el rendimiento de sus rivales. ¡Lamentable!
¡Qué falta de ética! ¡Y que mala imagen para los psicólogos del deporte!, cuyo cometido
es entrenar/orientar a los deportistas y sus entrenadores para optimizar el
rendimiento potenciando los recursos propios, pero no minimizando al rival con
un comportamiento claramente antideportivo por la falta de respeto que conlleva.
Por fortuna, respetando el código ético que debe presidir el trabajo de los que
ayudan a los deportistas, bastantes psicólogos, desde la discreción, han
realizado un excelente trabajo en estos Juegos Olímpicos, demostrando que la
deportividad y trabajar eficazmente para conseguir el éxito no son incompatibles sino aliados.
Dice un refrán español que “de aquellos polvos vienen estos
lodos”. Cuando asistimos al triste espectáculo que a veces ofrecen
espectadores, padres, entrenadores, directivos y deportistas en el deporte no
profesional, deberíamos recordar la semilla que algunos profesionales plantaron
con su mal ejemplo, y del mismo modo, cuando se producen declaraciones o
comportamientos desafortunados de quienes tanta influencia tienen, deberíamos
ser conscientes de que, tarde o temprano, será muy probable que esa semilla produzca un efecto no
deseado. Lo mejor, claro está, es que esto no ocurra y que, al contrario,
fomentemos la deportividad desde la posición que cada uno tenga. ¿Se equivoca
un árbitro? Es lógico. ¿No se equivocan los jugadores fallando goles o canastas
fáciles? ¿Y los entrenadores y los directivos con sus decisiones? El error es
parte del deporte y todos los actores yerran. ¿Lo hacen a propósito? Salvo en
casos excepcionales, no. ¿Influyen los errores del árbitro en el resultado? A veces sí, para bien o para mal, ¡ojo!, pero casi nunca más que los errores cometidos por los jugadores y los entrenadores.
No es de recibo, por tanto, que entrenadores, directivos y comentaristas
se dediquen a destacar los errores de los árbitro cuando nos perjudican y, sin
embargo, los silencien cuando nos benefician. Y mucho menos, que vean errores
contra los nuestros hasta debajo de las piedras, sobre todo si las cosas van
mal. No por ser objetivo se tiene un menor apego a los colores propios, y
además, en el caso de los comentaristas, su función, a mi entender, no es
activar emociones de cualquier manera, sino informar y opinar con
profesionalidad, no como un fan, para favorecer que sea cada escuchante quien
forme su propia opinión y con libertad de o no rienda suelta a sus emociones. Evidentemente,
se puede transmitir una cierta dosis de emoción, pero sin pasarse. El
comentarista no es una cheerleader.
Los Juegos Olímpicos han pasado y es hora de reflexionar no
solo sobre los resultados, sino también sobre los comportamientos de todos los
actores que han participado y tienen una influencia social. La secuela de los
Juegos no se queda en el historial del medallero, sino que alcanza mucho más
allá a través de los ejemplos que los protagonistas han mostrado. Si creemos
que el deporte es una gran escuela de valores, tenemos que demostrarlo, cada
uno en su función, asumiendo la responsabilidad de enseñarlos.
Chema Buceta
28-8-2016
Twitter: @chemabuceta