El principal objetivo de quien dirige es conseguir que otras
personas hagan cosas. Lo importante no es que sea, o haya sido, excelente
vendedor o exitoso deportista, sino que sea capaz de que otros, los que dirige,
rindan al máximo nivel posible vendiendo o compitiendo en la cancha. Obvio.
Pero a menudo se olvida: se le da más importancia a la experiencia como
gladiador en la arena que a las habilidades para involucrar, transmitir,
motivar, desarrollar y obtener lo mejor de quienes dependen de él, cuando son
éstas, precisamente, las que ahora, como director, tienen más trascendencia.
Estas habilidades cruciales tienen mucho que ver con la forma en que el
director organiza, decide, asigna, permite participar, escucha, comunica y evalúa, aspectos en los que muchos
directivos y entrenadores tienen una escasa formación y, mayoritariamente,
ningún tipo de asesoramiento o acompañamiento especializado.
En estos días tengo el privilegio de estar con el Dr. Jerald
Jellison, profesor de la Universidad de Southern California en Los Ángeles, psicólogo
social de reconocido prestigio con una extensa trayectoria en el ámbito de las
organizaciones empresariales. Uno de los
campos en los que más ha trabajado es el de la resistencia al cambio. Ocurre en
la empresa, el deporte y otras muchas facetas. Las personas nos acomodamos
cuando las cosas van razonablemente bien (a veces, incluso, aún no yendo bien)
y nos resistimos a cambiar nuestros objetivos, la forma de actuar y la dosis de
dedicación y esfuerzo habituales. Y en muchos casos, la prioridad de quienes
dirigen es conseguir que se produzcan cambios necesarios para progresar. No
cambiar por cambiar, un error bastante común de muchos que llegan a un cargo
directivo e introducen cambios inútiles y muy incómodos para justificar su
presencia; pero sí cambios relevantes que partiendo de lo que ya funciona,
puedan dar un nuevo impulso hacia metas de mayor envergadura.
Con bastante frecuencia, estos directores encuentran una
resistencia que dificulta la puesta en práctica de las nuevas acciones. ¿Nos
suena eso? Ese directivo que destaca la importancia de atender mejor al
cliente, pero que no logra que sus empleados de las ventanillas cambien su
habitual comportamiento distante. O ese otro que repite y repite que hay que
trabajar en equipo, algo que todos acatan sin poner ninguna pega, pero que no
evita que en la realidad diaria siga predominando el individualismo. O ese entrenador que predica
la trascendencia de mejorar la defensa,
y cuando llegan los partidos observa que allí no defiende nadie; y así, muchos
más ejemplos. En la gran mayoría de casos como éstos, cuando el director
propone, señala, exige o acuerda un cambio de comportamiento, nadie se opone; e
incluso muchos asienten; y eso gusta al que dirige, y le hace caer en el
autoengaño de que sus mensajes han tenido éxito… Pero una cosa es asentir,
estar aparentemente de acuerdo, y otra actuar: pasar a la acción. Dice un
refrán que “el que calla, otorga”… pero ¿cumple?
Esta discrepancia entre otorgar y cumplir, asentir y actuar,
no sólo se observa cuando existe una resistencia al cambio. A veces ésta no
existe; es decir, las personas sí están dispuestas a cambiar; y sin embargo, a
pesar de eso, tampoco cambian. Se lo proponen, pero no lo consiguen; hasta que
abandonan. Este aparente contrasentido tiene que ver con la dificultad
psicológica que conlleva la modificación de cualquier hábito por sencillo que
parezca, y no darse el suficiente tiempo para sembrar y que el fruto se vea. A
corto plazo, la relación coste-beneficio es adversa: mientras se consolidan los
nuevos comportamientos, la inversión resulta incómoda y costosa, el rendimiento
se resiente, desciende la autoconfianza y el desánimo acecha. Es en esta fase, precisamente,
cuando el que lidera debe establecer objetivos muy realistas, anticipar las
dificultades, mostrar más apoyo a los suyos y reconocimiento a su esfuerzo y,
más que nunca, escuchar y comunicarse con mensajes muy concretos.
Este último, con o sin resistencia al cambio, es uno de los
aspectos que el profesor Jellison, en base a su amplia experiencia, considera
más trascendentes. Según explica, cuando intentan persuadir, motivar o dirigir,
los directores abusan de mensajes abstractos: frases hechas con las que casi todo
el mundo, en principio, estaría de acuerdo. Por ejemplo, si un directivo o un
entrenador dice: “tenemos que trabajar más en equipo” o “necesitamos más
compromiso”, lo más probable es que la mayoría, si no todos, coincidan en el
planteamiento y lo acaten sin mayor problema. Ahora bien, en realidad ¿qué
quieren decir esos mensajes cuando llega el momento de transformarlos en
acciones concretas? ¿Trabajar más en equipo significa que debo dedicar parte de
mi tiempo a ayudar a mis compañeros en detrimento de mis logros individuales?
¿Qué debo pasar más el balón en lugar de tirar a canasta? La ambigüedad de
mensajes socialmente aceptables evita la discrepancia incómoda y facilita el
acuerdo previo, pero dificulta la ejecución, la puesta en funcionamiento. Favorece
otorgar… ¡pero perjudica cumplir!
Por eso, resulta clave, sobre todo en fases de siembra
momentáneamente poco productiva, que el director sea concreto; que en sus
mensajes estén muy claras las acciones concretas que demanda. Puede partir de
un concepto general (trabajar más en equipo, por ejemplo) para centrar el tema
y trabajar sobre la actitud inicial, pero después debe especificar cuáles son
los comportamientos concretos que espera. Obviamente, si en este proceso decide
contar con las sugerencias de los implicados y negociar y acordar con ellos las
acciones a llevar a cabo, debe conducir la conversación a términos concretos,
de forma que los acuerdos, en lugar de quedarse en buenos propósitos, conduzcan
a la acción, al cumplimiento de lo acordado.
Concretar puede plantear una mayor discrepancia en la
conversación, pero favorecerá acuerdos que se hagan realidad. Al contrario, la
falta de concreción facilitará una negociación más sencilla, pero con una
probabilidad menor de que resulte efectiva. ¿Qué interesa más? Un acuerdo
cordial, sin roces, con buena onda, aunque de ahí no resulten acciones eficaces?
¿O una negociación quizá más conflictiva, en la que se aborde la discrepancia,
pero con una mayor probabilidad de que derive en acciones productivas? Algunos
directivos y entrenadores se sienten incómodos en la discrepancia y la evitan
con mensajes vagos; después se quejan porque los suyos no cumplen como
“supuestamente” deberían hacerlo. Les gusta creer que otorgar ahora implica
cumplir después; pero no existe esa relación directa. Evidentemente, no siempre
es bueno concretarlo todo. Abusar de la concreción conduce al hastío y
dificulta la concentración en lo que más importa. En general, el director debe
seleccionar las acciones concretas que estime más prioritarias, no muchas, y
centrarse en éstas.
La trascendencia de estos aspectos para aquellos que lideran
a personas resulta obvia. También la tiene para los psicólogos del deporte que
trabajan con entrenadores y los coaches que lo hacen con directivos de empresas
u otros contextos. Para poder ayudarles, la observación de su funcionamiento
diario debe abarcar, entre otros, la forma de comunicarse con los que dirigen:
¿Mensajes abstractos? ¿Acciones concretas? Y su asesoramiento o acompañamiento,
debe contemplar la relevancia de desarrollar una comunicación que, aún
partiendo de conceptos abstractos que se acepten con facilidad, incluya de
forma concreta lo que se espera que las personas hagan. ¿Acción? Sí, gracias.
Chema Buceta
29-1-2013
twitter: @chemabuceta
www.psicologiadelcoaching.es