domingo, 20 de julio de 2014

¿FAVORITOS? NO, GRACIAS!

                                                Ser favoritos puede volverse en contra


Se conoce popularmente como “Maracanazo” a la victoria de Uruguay sobre Brasil en el partido final del Mundial de fútbol de 1950 celebrado en el estadio de Maracaná en Río de Janeiro. Brasil era el gran favorito, y contaba con el apoyo enfervorizado de sus apasionados seguidores; además, al jugarse por sistema de liguilla entre los cuatro mejores e ir por delante, le bastaba el empate para ser campeón. Sin embargo, lo que todos esperaban, no ocurrió. Antes y después de ese partido, en este y otros deportes han acontecido numerosas situaciones similares. En España, en la final de la Copa del Rey de 2002, en el mismo estadio Bernabeu y coincidiendo con el centenario del club, uno de los mejores Real Madrid de este siglo cayó derrotado frente al Deportivo de La Coruña (se le llamó "Centenariazo”). Más cercanos, este y el año pasado lo hemos visto en la final four de la Euroliga de baloncesto, donde el que menos contaba acabó batiendo a los favoritos en semifinal y final; y esta misma semana, en el europeo de hockey sobre patines, en el que tras siete títulos consecutivos sin perder un solo partido, la selección española, gran favorita y jugando en casa, necesitaba ganar a Portugal que no se jugaba nada, y solo pudo empatar. Seguro que todos conocemos casos en los que ha ocurrido algo parecido.

En la mayoría de estos casos, el favorito es mejor que el contrario y las circunstancias le favorecen. Por tanto, tiene la obligación de ganar, y tanto él como su entorno es lo que esperan; y la obligación es mayor cuando son muchos los aficionados, medios de comunicación, etc. que así lo demandan. Por eso, en ocasiones, jugar en casa puede ser un factor añadido en contra. Para contrarrestar este clima de euforia, los protagonistas suelen decir que no hay rival fácil, que el partido hay que jugarlo, etc. Lo expresan así porque es lo políticamente correcto o porque de verdad lo piensan, pero la creencia de superioridad, consciente o inconsciente, suele ser más fuerte y predomina sobre lo demás. Lo racional aconseja que no hay que confiarse, pero lo emocional  destaca que el viento sopla a favor, y propicia acomodarse a un clima de optimismo que sin duda es mucho más agradable que estar preocupado.

En bastantes casos, este clima de optimismo dificulta que se anticipen las contrariedades que podrían surgir en el partido y se preparen los correspondientes planes por si así fuera; por lo que no es extraño que si las cosas no salen como se esperaba, el equipo no esté convenientemente preparado para reaccionar. Física, técnica y tácticamente, quizá lo esté, pero psicológicamente, no. A esto hay que añadir la enorme discrepancia que se plantea cuando teniendo tan claro lo que debería suceder, ocurre otra cosa; y más aún, cuando eso implica la amenaza de no cumplir con una obligación que todos daban por hecha. Cuánto más favorito se es, y mayor es la euforia colectiva esperando lo que parece lógico, más acuciante es la presión. Puede que no se note antes del partido, en parte debido a ese optimismo que lo tapa todo (de hecho, es un mecanismo que ayuda a ignorar esa presión), pero la presión está ahí, dispuesta a activarse en cuanto las cosas se tuerzan. ¿Favoritos? No, gracias! (aunque es algo que no se puede evitar; si lo eres, lo eres aunque no quieras!).

¿Qué efectos tiene todo esto? En ocasiones, la expectativa elevada de ser favoritos, junto a la euforia de la afición y los medios de comunicación que también lo piensan, provocan una activación muy alta que se traduce en un exceso de impulsividad. La impresión que da es que se quiere resolver cuanto antes; y que, además, consciente o inconsciente, existe la creencia de que así será. En muchos casos, esto provoca errores que se vuelven en contra. Si encima, el adversario no es un paquete, lo más probable es que jugando sin tanta o ninguna presión, su rendimiento sea mejor. Resultado: lo que se esperaba, no sucede: lo que parecía cantado, no lo es; la ventaja teórica se traduce en desventaja real. Y es ahora, en la adversidad no esperada, cuando la presión acecha más. Esa obligación de ganar provoca nerviosismo e inseguridad, y según los casos, inhibición o precipitación. Aquí, es frecuente que los jugadores vayan por libre más de la cuenta, se olviden algunos esfuerzos que habría que hacer, se tomen malas decisiones, se actúe con un exceso de agresividad incontrolada… El equipo no encuentra su sitio, va a bandazos, sin paciencia, sin seguir la estrategia colectiva que le haría superior a su rival, y conforme el tiempo pasa, peor: más prisa y peor rendimiento. A veces, en lugar de esa impulsividad, lo que se observa inicialmente es la pasividad de un exceso de confianza a la que subyace la creencia de que tarde o temprano se mostrará la esperada superioridad, pero si ese momento no llega, la presión actúa atenazando a los jugadores o provocando precipitación; y en ambos casos, propiciando errores y un rendimiento ineficaz.

Solucionar este problema no es fácil, sobre todo si se trata de forma superficial cuando en realidad su trascendencia es enorme. Anticiparlo y prevenirlo es clave. Para eso, lo primero es detectarlo. Después, preparar al equipo para esa adversidad. Y en algunos casos, profundizar en las creencias que dificultan este proceso. Una vez más, la presencia del psicólogo del deporte puede ser importante. ¿Es lógico que plantillas millonarias con varios ayudantes en el staff, no tengan otro ayudante (el psicólogo del deporte) que contribuya a la preparación psicológica? Se cuidan todos los detalles, y se descuida este. Cierto que cada vez son más lo que se dan cuenta, pero todavía quedan muchos ignorantes o escépticos que confían todo su trabajo a que la próxima vez, ¡ojalá!, la suerte les vendrá de cara.

¿Favoritos? ¡No, gracias! Pero si lo somos, en lugar de ignorarlo, preparémonos para gestionarlo de la manera más eficaz.

Chema Buceta
20-7-2014

twitter: @chemabuceta