miércoles, 30 de enero de 2013

EL QUE CALLA, OTORGA... PERO ¿CUMPLE?

                                Los mensajes concretos son clave para que se produzca la acción



El principal objetivo de quien dirige es conseguir que otras personas hagan cosas. Lo importante no es que sea, o haya sido, excelente vendedor o exitoso deportista, sino que sea capaz de que otros, los que dirige, rindan al máximo nivel posible vendiendo o compitiendo en la cancha. Obvio. Pero a menudo se olvida: se le da más importancia a la experiencia como gladiador en la arena que a las habilidades para involucrar, transmitir, motivar, desarrollar y obtener lo mejor de quienes dependen de él, cuando son éstas, precisamente, las que ahora, como director, tienen más trascendencia. Estas habilidades cruciales tienen mucho que ver con la forma en que el director organiza, decide, asigna, permite participar, escucha, comunica  y evalúa, aspectos en los que muchos directivos y entrenadores tienen una escasa formación y, mayoritariamente, ningún tipo de asesoramiento o acompañamiento especializado.

En estos días tengo el privilegio de estar con el Dr. Jerald Jellison, profesor de la Universidad de Southern California en Los Ángeles, psicólogo social de reconocido prestigio con una extensa trayectoria en el ámbito de las organizaciones empresariales.  Uno de los campos en los que más ha trabajado es el de la resistencia al cambio. Ocurre en la empresa, el deporte y otras muchas facetas. Las personas nos acomodamos cuando las cosas van razonablemente bien (a veces, incluso, aún no yendo bien) y nos resistimos a cambiar nuestros objetivos, la forma de actuar y la dosis de dedicación y esfuerzo habituales. Y en muchos casos, la prioridad de quienes dirigen es conseguir que se produzcan cambios necesarios para progresar. No cambiar por cambiar, un error bastante común de muchos que llegan a un cargo directivo e introducen cambios inútiles y muy incómodos para justificar su presencia; pero sí cambios relevantes que partiendo de lo que ya funciona, puedan dar un nuevo impulso hacia metas de mayor envergadura.

Con bastante frecuencia, estos directores encuentran una resistencia que dificulta la puesta en práctica de las nuevas acciones. ¿Nos suena eso? Ese directivo que destaca la importancia de atender mejor al cliente, pero que no logra que sus empleados de las ventanillas cambien su habitual comportamiento distante. O ese otro que repite y repite que hay que trabajar en equipo, algo que todos acatan sin poner ninguna pega, pero que no evita que en la realidad diaria siga predominando el  individualismo. O ese entrenador que predica la trascendencia de mejorar  la defensa, y cuando llegan los partidos observa que allí no defiende nadie; y así, muchos más ejemplos. En la gran mayoría de casos como éstos, cuando el director propone, señala, exige o acuerda un cambio de comportamiento, nadie se opone; e incluso muchos asienten; y eso gusta al que dirige, y le hace caer en el autoengaño de que sus mensajes han tenido éxito… Pero una cosa es asentir, estar aparentemente de acuerdo, y otra actuar: pasar a la acción. Dice un refrán que “el que calla, otorga”… pero ¿cumple?

Esta discrepancia entre otorgar y cumplir, asentir y actuar, no sólo se observa cuando existe una resistencia al cambio. A veces ésta no existe; es decir, las personas sí están dispuestas a cambiar; y sin embargo, a pesar de eso, tampoco cambian. Se lo proponen, pero no lo consiguen; hasta que abandonan. Este aparente contrasentido tiene que ver con la dificultad psicológica que conlleva la modificación de cualquier hábito por sencillo que parezca, y no darse el suficiente tiempo para sembrar y que el fruto se vea. A corto plazo, la relación coste-beneficio es adversa: mientras se consolidan los nuevos comportamientos, la inversión resulta incómoda y costosa, el rendimiento se resiente, desciende la autoconfianza y el desánimo acecha. Es en esta fase, precisamente, cuando el que lidera debe establecer objetivos muy realistas, anticipar las dificultades, mostrar más apoyo a los suyos y reconocimiento a su esfuerzo y, más que nunca, escuchar y comunicarse con mensajes muy concretos.

Este último, con o sin resistencia al cambio, es uno de los aspectos que el profesor Jellison, en base a su amplia experiencia, considera más trascendentes. Según explica, cuando intentan persuadir, motivar o dirigir, los directores abusan de mensajes abstractos: frases hechas con las que casi todo el mundo, en principio, estaría de acuerdo. Por ejemplo, si un directivo o un entrenador dice: “tenemos que trabajar más en equipo” o “necesitamos más compromiso”, lo más probable es que la mayoría, si no todos, coincidan en el planteamiento y lo acaten sin mayor problema. Ahora bien, en realidad ¿qué quieren decir esos mensajes cuando llega el momento de transformarlos en acciones concretas? ¿Trabajar más en equipo significa que debo dedicar parte de mi tiempo a ayudar a mis compañeros en detrimento de mis logros individuales? ¿Qué debo pasar más el balón en lugar de tirar a canasta? La ambigüedad de mensajes socialmente aceptables evita la discrepancia incómoda y facilita el acuerdo previo, pero dificulta la ejecución, la puesta en funcionamiento. Favorece otorgar… ¡pero perjudica cumplir!

Por eso, resulta clave, sobre todo en fases de siembra momentáneamente poco productiva, que el director sea concreto; que en sus mensajes estén muy claras las acciones concretas que demanda. Puede partir de un concepto general (trabajar más en equipo, por ejemplo) para centrar el tema y trabajar sobre la actitud inicial, pero después debe especificar cuáles son los comportamientos concretos que espera. Obviamente, si en este proceso decide contar con las sugerencias de los implicados y negociar y acordar con ellos las acciones a llevar a cabo, debe conducir la conversación a términos concretos, de forma que los acuerdos, en lugar de quedarse en buenos propósitos, conduzcan a la acción, al cumplimiento de lo acordado.

Concretar puede plantear una mayor discrepancia en la conversación, pero favorecerá acuerdos que se hagan realidad. Al contrario, la falta de concreción facilitará una negociación más sencilla, pero con una probabilidad menor de que resulte efectiva. ¿Qué interesa más? Un acuerdo cordial, sin roces, con buena onda, aunque de ahí no resulten acciones eficaces? ¿O una negociación quizá más conflictiva, en la que se aborde la discrepancia, pero con una mayor probabilidad de que derive en acciones productivas? Algunos directivos y entrenadores se sienten incómodos en la discrepancia y la evitan con mensajes vagos; después se quejan porque los suyos no cumplen como “supuestamente” deberían hacerlo. Les gusta creer que otorgar ahora implica cumplir después; pero no existe esa relación directa. Evidentemente, no siempre es bueno concretarlo todo. Abusar de la concreción conduce al hastío y dificulta la concentración en lo que más importa. En general, el director debe seleccionar las acciones concretas que estime más prioritarias, no muchas, y centrarse en éstas.

La trascendencia de estos aspectos para aquellos que lideran a personas resulta obvia. También la tiene para los psicólogos del deporte que trabajan con entrenadores y los coaches que lo hacen con directivos de empresas u otros contextos. Para poder ayudarles, la observación de su funcionamiento diario debe abarcar, entre otros, la forma de comunicarse con los que dirigen: ¿Mensajes abstractos? ¿Acciones concretas? Y su asesoramiento o acompañamiento, debe contemplar la relevancia de desarrollar una comunicación que, aún partiendo de conceptos abstractos que se acepten con facilidad, incluya de forma concreta lo que se espera que las personas hagan. ¿Acción? Sí, gracias.

Chema Buceta
29-1-2013

twitter: @chemabuceta
www.psicologiadelcoaching.es

viernes, 18 de enero de 2013

EL GOL NO ME QUIERE

                                     El exceso de obsesión con el gol dificulta conseguirlo




Se habla estos días del bajo rendimiento del jugador chileno del Barcelona, Alexis, alegándose que no cumple con una de sus principales funciones: marcar goles. La crítica se ha exacerbado tras sus llamativos errores, sobre todo, dos claras ocasiones frente al Málaga que el futbolista marró cuando parecía lo más difícil y se anticipaba el deseado desenlace. Parte del público le silbó y agradeció que fuera sustituido: la antesala de una acusación feroz en las redes sociales y algunos medios de comunicación que incluso le han señalado como el gran culpable del mal resultado logrado: presagios de un etiquetamiento que puede predisponer a observar sus desaciertos con escasa tolerancia. Y más aún, si se asocia su presencia con la ausencia de Villa.

A pesar del apoyo de su entrenador tanto en sus declaraciones como, más importante, en el hecho de seguir contando con él, parece obvio que el jugador debe estar pasando por un mal momento. La ausencia continuada de goles, y más cuando se fallan ocasiones claras y el público y los medios lo destacan, provoca una ansiedad tremenda en los delanteros. Se supone, ellos los primeros, que están ahí para eso, y aunque sus funciones abarcan otros aspectos, el gol es lo que les da la energía y el prestigio, la razón principal, así lo suelen asumir, por la que salen al campo. He visto este problema en muchos delanteros a los que he intentado ayudar para superarlo; y también en algunos “killers” del baloncesto cuando pasan por malas rachas anotadoras.

El proceso suele ser, más o menos, el siguiente: inicialmente, el jugador se disgusta porque no marca goles, y se propone cambiar la mala racha en el siguiente partido. Se pone como objetivo lograr uno o dos goles y se convence a sí mismo de que lo conseguirá. Además, es frecuente que, con la mejor intención, reciba comentarios de sus compañeros, e incluso del propio entrenador o alguno de sus ayudantes, del tipo de “hoy marcas seguro”.  La "estrategia" favorece una obsesión exagerada por conseguir el gol, en detrimento, aunque parezca paradójico, de atender a las acciones propias que aumentan la probabilidad de lograrlo. Es decir, el jugador está tan pendiente del objetivo, que olvida o relega lo que tiene que hacer para alcanzarlo, con lo que la probabilidad del gol en lugar de aumentar, disminuye. Si como es probable, el jugador no marca, la ansiedad aumenta; y con ello, el agarrotamiento mental y físico. En esas condiciones adversas, leerá peor el partido, tomará peores decisiones y ejecutará deficientemente las acciones, sobre todo cuando se trate de golpear el balón para disparar a gol. ¿El resultado? Errores y más errores: ¡el gol no me quiere!

Lógicamente, en la medida que el gol no llega, la situación empeora. El siguiente partido se convierte en una especie de examen decisivo en el que, sí o sí, tiene que marcar; y el jugador se conjura para que así sea; pero claro, cuanto más se empeña, peor: la ansiedad aumenta, el funcionamiento es cada vez más deficiente y la ansiedad aumenta aún más, sobre todo cuando se presentan buenas oportunidades para marcar. ¿Le sucede a Alexis? La ocasión es muy clara y, de alguna manera, la mente del jugador la percibe como la gran oportunidad de ¡por fin! conseguir el ansiado gol… pero ese ansia le traiciona; quizá calcula mal la velocidad con la que llega la pelota o el bote que da antes de llegar, o decide golpearla inadecuadamente, o dirigirla en la peor dirección, o simplemente la golpea mal por un exceso de tensión muscular. ¡Otro error! ¿Incomprensible? Como vemos, hay una posible explicación con un fundamento científico; ¿o es mejor seguir pensando que el balón no quiere entrar, que el gol no le quiere?

La solución que le dan algunos es simple. “Tranquilo, es una mala racha… en el momento que metas un par de goles, se acaba”. Puede ser cierto; pero hay que meterlos, claro… Y si el jugador se obsesiona con eso… ya hemos visto lo que puede suceder. Paradójicamente, en estos casos, la solución pasa por lo contrario. Cuanto menos se obsesione el jugador con el gol, más probable será que lo consiga. Pero no es fácil, por supuesto; y menos aún si los que le rodean, con su mejor intención, no hacen más que recordárselo: “¡seguro que hoy marcas!” "¡ya verás como la pelota hoy sí quiere entrar!"

¿Cómo lograrlo, entonces? En primer lugar, aceptando que un delantero, inevitablemente, tiene que pasar por este tipo de rachas, y que hay que tener un mínimo de paciencia para superarlas. Pero ojo: no quedándose sin hacer nada. De manera paralela, el jugador debe centrarse en objetivos que no sean marcar goles, sino realizar las acciones que aumentan la probabilidad de conseguirlos; y, al mismo tiempo, asumir objetivos no relacionados con el gol (por ejemplo: presionar al contrario con balón…). Estos objetivos deben ser acciones propias, no resultados de las mismas, y definirse lo más concretamente posible, de forma que no haya dudas respecto a dónde debe estar puesta la atención del futbolista cuando sale a jugar. Asimismo, el jugador debe anticipar que, quizá, parte de los aficionados le silben; y consecuentemente, debe tener preparada alguna estrategia mental para cuando esto ocurra: algo que desvíe su pensamiento de los silbidos y centre su mente en lo que tiene que hacer en el campo. El entrenador puede darle una directriz concreta en este sentido, pero será más eficaz que, además, trabaje este apartado con un psicólogo del deporte.

En algunos casos, las malas rachas pasan solas y el jugador vuelve a ser el que era antes. Pero en otros muchos el problema engorda y las soluciones son la suplencia y el traspaso. Jugadores que empezaron como Alexis tuvieron que cambiar de aires. Explicaciones posteriores como “no llegó a adaptarse… no todos pueden jugar en un gran club… le vino grande… fútbol es fútbol y así son las cosas…” esconden no haber sabido entender y tratar el problema convenientemente. La cuestión, ahora, no es si Alexis sirve o no sirve  para el Barcelona (¿servía Ibrahimovic?) sino ayudarle a superar este momento crítico antes de que la situación empeore  y el chileno sea uno más en la lista de los que fracasaron por no haber manejado el caso con un enfoque profesional: el que aporta la Psicología del Deporte.

Chema Buceta
18-1-2013

twitter: @chemabuceta
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domingo, 6 de enero de 2013

CUENTO DE REYES MAGOS

   
                                 


Aunque la cabalgata del cinco de enero pasaba cerca de su casa, hacía ya mucho tiempo, desde que su hija menor lo había descubierto, que no la presenciaba. Es más, la evitaba para no coincidir con la multitud que agolpándose en las aceras dificultaba el paso, algunos, como él mismo antaño, subidos en escaleras portátiles para que los niños de las filas postreras alcanzaran a ver a los esperados Reyes Magos. Pero esta vez, no pudo. Adelantaron la hora habitual del desfile y se topó con él. Una faena, refunfuñó; le resultó imposible cruzar la avenida y no tuvo más remedio que aguantarse. Con el ceño fruncido y la impaciencia como compañera vio pasar las coloridas carrozas que anticipaban la de sus majestades, hasta que ¡por fin! éstos aparecieron. Los gritos que expresaban tanto júbilo le hicieron recordar la inmensa emoción de otros tiempos, cuando creía en todo esto y ansiaba la llegada de Gaspar, su rey favorito, para que se fijara en él y no olvidara esa carta que con el correspondiente franqueo le había remitido. Con sus hijos hizo el paripé, pero no era lo mismo. Lógico. La magia de esos primeros años se había extinguido; y ahora, mucho más. La cabalgata era un rollo, un estorbo; y los Reyes, un trámite inevitable. Pero... sucedió algo imprevisto: el carruaje real se detuvo allí, justo dónde él estaba, y el rey Gaspar, sin dejar de saludar a diestro y siniestro, sobrevoló la mirada por encima de la apiñada multitud y la posó en él... ¡Ufff! Un escalofrío recorrió su cuerpo.


A la mañana siguiente, junto a los regalos más o menos previsibles de su mujer y sus dos hijas, había un pequeño paquete que ninguna de ellas reconoció. Lo abrió. Era un dispositivo electrónico parecido a un teléfono móvil, y junto a él una correa para poder sujetárselo en el brazo, como hacen algunos corredores para medir la distancia y el tiempo. Y¡menos mal! un delgado libro de instrucciones que encontró al fondo de la caja, aunque… casi todo estaba en blanco. Sólo decía: “Aprende a Escuchar”. ¿De quién es este regalo? ¡Ni idea! La curiosidad le pudo, y tras haberse probado la camisa de cuadros grandes para ir a la sierra, la corbata de rayas que arrinconaría en el armario y el jersey de cachemir que estrenaría ese mismo día, investigó ese sencillo aparato con la mayor atención. No le llevó mucho tiempo. Únicamente tenía un botón con dos posiciones: off y on. Pero en realidad daba lo mismo, porque en cualquiera de ellas no sucedía nada. ¿De quién ha sido la idea de esta broma? ¡Ni idea! Insertado en la correa que lo acompañaba, lo situó en el brazo. Nada.

Su hija menor interrumpió la concentración en el extraño regalo para hablarle de sus planes de esa tarde de Reyes. Él, como hacía a menudo, oyó lo que le decía, pero sólo vagamente lo escuchó. Una práctica bastante frecuente, cada vez más habitual. De pronto… ¡Ohh!... sintió que el brazo le vibraba justo donde tenía el aparato: un incómodo temblor que no cesaba… hasta que le dio al off . ¿Qué ha pasado? ¡Ni idea! Volvió a darle al on. Nada. Al rato, su mujer quiso transmitirle lo contenta que estaba con sus regalos, y él asintió para cumplir el guión, pero en realidad su pensamiento estaba en otra cosa. Y enseguida, esa brusca vibración reapareció. ¿Pero qué es esto? ¿Por qué vibra? ¡Ni idea! Cada vez más intrigado, decidió llevar el aparato en el brazo para descubrir de qué se trataba todo esto, y como era un dispositivo muy discreto, pudo hacerlo tapándolo con la camisa sin que desde fuera se apreciara. No tardó en darse cuenta de que casi siempre que alguien le hablaba, la desagradable convulsión se presentaba. Entonces, recordó el escueto texto de las instrucciones, y decidió hacer algo diferente. La primera oportunidad se le presentó de inmediato: su suegra empezó a contarle cómo había hecho ella misma el roscón, y él, hipermotivado por el reto de controlar el misterioso artilugio (pues de otra forma habría sido incapaz), le prestó la máxima atención que supo. ¡Bingo! La espasmódica vibración se ausentó, y ocupó su lugar un agradable masaje. (!!!).  Lo volvió a probar con un cuñado plasta que le habló de su colección de soldaditos de plomo (¡insufrible!) y el masaje se intensificó (??? )

Pronto descubrió que cuánto más y mejor escuchaba, más agradable era el masaje, y por supuesto mucho más atractivo que el temblor, por lo que decidió cultivar el hábito de escuchar a todo aquel que le hablaba. Empezó, simplemente, prestando mucha atención y no interrumpiendo, algo que le costó dios y ayuda tanto por la falta de costumbre como por los tostonazos que se tragaba. Pero ese masaje tan especial le había cautivado, y quería más. Después, perfeccionó el contacto visual con su interlocutor y sus movimientos de cabeza y párpados para asentir y enfatizar. ¡Mano de santo! Más tarde, incorporó algunos sonidos y frases clave (como “ajá” o “te comprendo”) y sintió un interés genuino, no forzado sino natural, por ponerse en el lugar de quien le hablaba y comprenderlo de verdad. Entonces, el masaje derivó en una insuperable sensación interna de control y seguridad que le enganchó todavía más. ¡Todo un descubrimiento!

Encantado con la habilidad que había desarrollado, la aplicó en diferentes frentes: en el trabajo, le ayudó a mejorar la comunicación con sus compañeros, jefes y subordinados, y sus ventas mejoraron gracias a la mayor eficacia en el trato con los posibles clientes. En casa notó que su mujer y sus hijas le hacían más caso: se dirigían a él para contarle cosas y pedirle opinión, y a su vez le preguntaban por lo suyo (¡Ohh!), mostrando un interés por compartir más allá de quejarse, pedirle dinero o solicitar permiso. ¿Un milagro? Y con los amigos… hablando menos y escuchando más, percibió mayor aprecio y se sintió más unido a ellos. ¡Qué extraordinaria sensación!

Pasó un año. Llevaba ya varios meses sin usar ese pequeño aparato que misteriosamente había recibido como regalo de Reyes. No le hacía falta. Ni siquiera sabía dónde lo había guardado. Lo que quiera que fuera, ese extraño artilugio había cumplido su misión: lo había transformado en un hombre nuevo, con una inteligencia emocional que había estado dormida.  Pero… ¿Había sido el aparato? ¿O éste, simplemente, le había despertado, y en realidad había sido él quien lo había logrado? No sabía la respuesta; pero sí que ahora era él quien lo controlaba, el protagonista de ese cambio que tan buenos resultados le estaba dando.

El cinco de enero acudió a la cabalgata; esta vez a propósito. Cuando pasó el rey Gaspar, buscó el contacto visual; su majestad le guiñó un ojo, o eso creyó ver, pero apenas se detuvo en él. Lo entendió. Concluyó que estaría buscando al privilegiado que ese año recibiría el mágico artefacto para aprender a escuchar. Sin infravalorar la camisa, la corbata y el jersey de turno, sin duda ¡El mejor regalo!


Chema Buceta
6-1-2013

twitter: @chemabuceta
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