lunes, 28 de octubre de 2013

INTELIGENCIA EMOCIONAL: ¿PARA GENTE INTELIGENTE?

                                                       ¿Quién controla la partida?



Sus ayudantes habían hecho un gran trabajo estudiando al equipo rival, y él lo había utilizado para preparar muy bien el partido. Como experto entrenador que era, dominaba las claves de su deporte y tenía clara la estrategia. Durante la semana, los entrenamientos habían corroborado que el camino elegido parecía el correcto, y los jugadores estaban en forma, rebosando confianza tras varias victorias seguidas. Todo listo para alcanzar una más. Sin embargo, el partido comenzó mal. En el deporte, estas cosas pasan. Por mucho que se prepare una competición, nunca se puede controlar todo; entre otras cosas, porque el rival también juega. En este caso, comenzó más acertado y enseguida abrió una notable brecha en el marcador. Lo que se esperaba de antemano, no sucedía. Las cosas no salían conforme al elaborado plan.

Gritó desde la banda para poner orden, y utilizó un tiempo muerto para activar a los suyos y recordarles lo que tanto habían ensayado… pero nada. Aquello no funcionaba. A pesar de sus años de experiencia, la desesperación se apoderó de él,  transformándole en una marioneta de sus emociones intensas. Los nervios, el enfado, la frustración y el desaliento, se fueron turnando para guiar sus decisiones y su comportamiento. Gestos incontrolados que fueron fuente inagotable de energía negativa que transmitió a sus jugadores; cruentos chillidos tras cualquier error que los atenazaron; instrucciones imprecisas y contradictorias que los confundieron aún más; cambios impulsivos de hombres y de táctica que eran más palos de ciego que elementos de una estrategia razonada; momentos de pasividad y bloqueo mental que dejaban al equipo a la deriva, sin patrón que reaccionara para reconducir el rumbo; encolerizados monólogos en los tiempos muertos y el descanso que lejos de aclarar las cosas, agravaron el caos… En lugar de ayudar a cambiar el mal signo del inicio, lo empeoró. Después, culpó a los chicos: mala actitud, falta de compromiso y motivación, escaso espíritu competitivo… Por desgracia, no era un partido más, sino la final del campeonato. 

Juanjo, el entrenador del ejemplo, es una persona muy inteligente y un gran conocedor de lo suyo; además, dispone de ayudantes competentes que le aportan una información valiosa. Tiene los medios, conocimientos e inteligencia apropiados para preparar bien a su equipo y conseguir buenos resultados: de hecho, consigue muchos. Sin embargo, carece de la suficiente inteligencia emocional para gestionar sus emociones, y esta carencia, de vez en cuando, quizá en el momento menos oportuno, le juega malas pasadas. A pesar de esta evidencia, en su quehacer diario insiste en analizar meticulosamente los detalles más nimios del equipo contrario y le da vueltas y más vueltas a las posibles variantes tácticas, pero no se ocupa de desarrollar habilidades específicas que le ayuden a optimizar todo lo que sabe, en lugar de echarlo por la borda. ¿Por qué obvia algo con tanta trascendencia? ¿No es inteligente como para darse cuenta?

Raúl es el director deportivo de un club de natación. Al igual que Juanjo, es una persona bastante inteligente que domina bien su deporte. Fue nadador de cierto éxito y estuvo bastantes años entrenando antes de ocupar su puesto actual. En éste, incapaz de establecer una buena empatía y transmitir sus mensajes con la apropiada asertividad, le resulta muy difícil relacionarse con los entrenadores del club y los padres de los nadadores. Cuando habla con ellos (lo menos posible), agacha la cabeza y el contacto visual está ausente, y en su expresión refleja una tensión que muestra incomodidad e incapacidad de acercamiento. Sus conocimientos de natación y gestión deportiva quedan eclipsados por estas graves carencias. Es muy probable que al terminar la temporada no le renueven el contrato. ¿Inteligente?

Casos como estos podemos encontrarlos a montones en diferentes ámbitos. Marisa tiene un cociente intelectual de superdotada y es profesora de Historia en un instituto. Cada vez que uno de sus alumnos plantea una discrepancia, sufre una intensa ansiedad que afecta a su rendimiento. Acaba de pedir una nueva baja. Javier, directivo intermedio en una empresa de electrodomésticos, reconoce que tiene un buen trabajo, pero no es capaz de automotivarse por su actividad diaria y se siente muy infeliz. A pesar de ser una persona brillante que se ha hecho a sí misma, no encuentra el camino para salir de ahí. Su vida personal y social también se resienten. Marina y Jaime se conocieron en una escuela de ingenieros a la que se accedía con una nota muy alta. Están muy enamorados, pero su conexión emocional es mínima por falta de habilidades para empatizar y transmitir sus sentimientos. La relación se está deteriorando. ¿Personas inteligentes atrapadas por su falta de inteligencia emocional?

La inteligencia emocional es una etiqueta moderna que reúne conceptos y estrategias ampliamente investigados por la Psicología científica y aplicados durante mucho tiempo por los psicólogos. Ahora, bajo ese exitoso rótulo adquieren mayor visibilidad y fuerza, listos para ayudar a numerosas personas que como nuestros amigos de los ejemplos, tienen grandes lagunas que entorpecen su funcionamiento y su felicidad. Personas inteligentes, sí; pero no en esta faceta. De hecho, a pesar de su inteligencia general, ignoran o infravaloran lo emocional. ¿Miedo? En ocasiones, la inteligencia y el éxito nos apartan de lo que no dominamos, propician que lo neguemos, que no queramos afrontarlo por no formar parte de nuestras fortalezas. Acostumbrados a controlar los procesos que nos hacen triunfar, huimos de lo que no controlamos. ¿Inteligente?

Básicamente, la inteligencia emocional consta de dos grandes apartados relacionados con las emociones: uno, se centra en uno mismo; el otro, en la interacción con los demás; los dos pueden estar conectados. El primero contempla tres aspectos: el autoconocimiento de las propias emociones; el autocontrol de las mismas en la dirección deseada; y la capacidad de automotivación y aplazamiento de la recompensa. El segundo incluye la empatía respecto a las emociones de los demás y el control de las relaciones interpersonales. En todas estas facetas se puede mejorar  con el entrenamiento adecuado. Algunos no lo necesitan. Para otros, no es una prioridad. Pero hay muchos que en lo profesional, lo personal o ambos, se beneficiarían significativamente. ¿Es de gente inteligente?


Chema Buceta
28-10-2013

twitter: @chemabuceta



(Más información sobre este tema en el artículo “Lo siento, estaba muy nervioso” publicado en este mismo blog el 7-6-2013).

sábado, 12 de octubre de 2013

¿HAY VIDA SIN EL POWERPOINT?

                                          ¿Tratamiento del insomnio o tortura china?


Llevaba varios días preparando esa presentación. Se trataba de una gran oportunidad para captar a ese cliente. Competiría con otros proveedores, claro; pero su proyecto era bastante bueno y estaba convencido de que tendría éxito. Por eso se esforzó en diseñar el correspondiente powerpoint con quince slides súper atractivas  que recogían toda la información: incluyendo gráficos de varios colores, esquemas con flechas rectas y curvas en distintas direcciones, tablas de cifras bien alineadas y el texto casi completo que repetiría para persuadir a sus interlocutores. Además, su compañera Marisa, buena creativa, había aportado detalles estéticos que enriquecían el decorado. ¡Todo listo!

Durante varios días, ensayó su discurso. Le habían dicho que lo importante era no dudar, hablar con convencimiento, sin trabarse; y que para eso, era necesario ensayar, ensayar y ensayar. Desde luego, por falta de esfuerzo no iba a quedar; así que dedicó varias sesiones a repetir, repetir y repetir con el powerpoint delante, hasta sabérselo de memoria. Un posible problema: el tiempo. Sólo dispondría de quince minutos, y en los ensayos la disertación abarcaba unos veinticinco. Solución: hablar más rápido. Conforme lo aprendía de memoria, pudo aumentar la velocidad; y más aún, leyendo algunos de los párrafos.

El día anterior, sintió pánico. Pensó que podría olvidarse de algo, quedarse bloqueado o no saber responder a alguna de las preguntas que le hicieran. Había oído hablar del miedo escénico, pero siempre creyó que se trataba de una exageración. Podía entenderlo ante un auditorio de miles de personas, o en los equipos de fútbol que visitaban el Bernabeu ante el rugido de ochenta mil gargantas, pero en una simple exposición de un proyecto de trabajo… “tampoco es el fin del mundo ¿no?”, razonaba. “Seguro que lo hago bien”. ”Tengo que creer en mí”. “Además, tengo el powerpoint; si me bloqueo, todo está ahí”.  Quería convencerse con este tipo de argumentos, pero le costaba. Se agobió tanto que pensó en abandonar. Buscó unas cuantas excusas que le permitieran escapar con un mínimo de dignidad. Pero ninguna era convincente. Había que hacerlo. Marisa y otros compañeros, también su jefe,  le transmitieron que estaban seguros de que lo haría genial. Sintió su apoyo, pero la presión añadida que lo acompañó incrementó  la ansiedad. Por la noche, apenas pudo dormir. Repasó, repasó y volvió a repasar. La incertidumbre no le abandonó.

Llegó el gran día. Seguía nervioso, pero sintió una euforia que lo contrarrestó; y eso le dio fuerzas. Hasta que esperó en la antesala a que le llamaran. Allí, notó que le sudaba todo el cuerpo. Si se sentaba, las piernas le temblaban. De pie, no paraba de andar como león enjaulado. Procuró calmarse. Repasó su discurso. Sobre todo, lo que diría al principio. Y comprobó hasta la saciedad que llevaba el pen-drive con el powerpoint. Si éste le fallaba… ¡uffff! no quería ni pensarlo. Por fin accedió a la sala donde sería la presentación. Un técnico bien dispuesto encajó el dispositivo en el ordenador y, superados algunos problemas menores, todo estuvo listo. Hubo que apagar las luces para ver mejor las imágenes. A él y al público se les veía mal, pero el impacto del power estaba asegurado. Telón levantado. ¡Adelante el actor!

Dio los buenos días. Dijo su nombre, su cargo en la empresa y algunos datos más sobre su experiencia profesional y los miembros del equipo que representaba.

--- ¿Qué le parece si vamos al grano y nos cuenta lo que quiere presentarnos? --- le interrumpió uno de los que allí estaban, probablemente el que más mandaba.

--- Sí, sí… claro, claro… --- respondió nervioso, dándose cuenta de que se había recreado en exceso y la audiencia se había impacientado.

Enseguida apareció en la pantalla la primera diapositiva. Otra vez, el nombre del proyecto y sus autores, que volvió a subrayar. Después, con la rapidez que había previsto en los ensayos, leyó el contenido de la segunda y la tercera. Sin mirar al público, claro; con el mismo volumen de voz; todo seguido, sin pausas: ni comas, ni puntos, como si todo fuera una misma frase. Una tediosa introducción que continuó con un esquema que retiró antes de que el más avezado lector pudiera comprenderlo.

--- Disculpen que vaya tan rápido, pero como no tenemos mucho tiempo, no tengo más remedio --- explicó para que le comprendieran, mirando intermitentemente al suelo --- Si no entienden cualquier cosa, me interrumpen y se lo explico.

El silencio fue la respuesta. Y el escaso contacto visual le mostró algunas expresiones que no le gustaron. Se puso más nervioso. Y volvió a refugiarse en el powerpoint. La siguiente slide trataba de los cinco objetivos del proyecto. Uno por uno los fue leyendo, insertando explicaciones no leídas tras cada enunciado. Aquí, fue de mal en peor. Hablaba muy rápido, con muy mala vocalización, palabras y frases sin terminar y una entonación deficiente que dificultaban el seguimiento de la exposición. Casi siempre mirando hacia el suelo; a veces, al techo o al horizonte; pocas, a quienes le escuchaban; mejor dicho, a quienes estaban allí, porque escucharle, escucharle… Ni siquiera se situaba de cara al público. Incluso cuando no leía, a menudo se giraba hacia la pantalla y continuaba hablando de espaldas. Y así continuó con unas cuantas diapositivas más. Uno de los presentes miró el reloj y le hizo una inequívoca señal.

--- Sí, sí, claro: ¿Cuánto tiempo tengo? --- preguntó él.

--- Tiene que terminar ya.

--- ¿Ya? Uff, es que aún me queda lo más importante… Me gustaría que vieran…

--- Lo siento; pero tenemos que ver a otras personas y ya le hemos dedicado más tiempo del que habíamos acordado --- señaló el hombre del reloj --- Si quiere, nos deja la presentación y la vemos nosotros en cuanto podamos.

--- Bueno… Son sólo cinco o diez minutos más --- insistió --- Es que aún no les he explicado…

--- De verdad que lo siento. No tenemos más tiempo. Gracias por su aportación.

Quedo en que les enviaría un PDF con la presentación, y salió a la calle acompañado de su maletín y su inseparable pen-drive. La ansiedad se había disipado, dando paso a una profunda insatisfacción. Se lamentó de la falta de tiempo. “Tantas horas de preparación y ensayos, y ni siquiera he podido contarlo”. En esa excusa, encontró la explicación. No reparó en nada más. Días después, supo que el cliente no había elegido el proyecto, y lo atribuyó a lo mismo. En ningún momento reflexionó sobre sus habilidades para preparar y exponer una presentación en público. O si lo hizo, se puso la venda en los ojos convencido de que se trataba de algo innato que nunca podría mejorar.

¿Hay vida sin el powerpoint?




Chema Buceta
12-10-2013

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