miércoles, 24 de diciembre de 2014

CUENTO DE NAVIDAD

                                               Lo importante es el abeto, no los adornos


Sucedió en un pueblo de Alemania en la primera década del siglo pasado. Se había anunciado que en diciembre, poco antes de la Navidad, el emperador Guillermo II se detendría allí aprovechando uno de sus viajes. La excepcional visita exigía un recibimiento acorde, y tras largas horas discutiendo qué sería lo mejor, se decidió que, entre otras cosas, había que adornar la plaza principal con un majestuoso árbol de Navidad. Con este motivo, se convocó un concurso en el que cada uno de los barrios y aldeas que conformaban el pueblo participaría con un árbol de su lugar, y el premio sería ¡saludar personalmente al Káiser! Todo un honor. El momento de gloria de sus vidas. Como cabía esperar, el entusiasmo se desbordó. Mujeres y hombres, adultos y niños, dejaron aparte casi todas sus responsabilidades diarias y se pusieron manos a la obra. Había que encontrar y decorar ese árbol maravilloso que les diera la victoria y fuera el orgullo del pueblo.

Como los bosques de aquellos lugares estaban repletos de abetos del Cáucaso, había muchos candidatos hermosos, y elegir entre tantos que reunían tan sobresalientes méritos, fue la primera dificultad. La falta de acuerdo provocó que algunas aldeas no llegaran a tiempo. ¡Increíble! Pero cierto. Cuando se dieron cuenta, se lamentaron profundamente; pero ya era tarde: habían perdido su gran oportunidad por no ser capaces de superar diferencias personales cuya raíz no estaba en el abeto, sino en viejas rencillas y asuntos vecinales que se habían antepuesto al beneficio común.

Finalmente, en la línea de salida del concurso se presentaron diez abetos. Una vez allí, tendrían un día para que sus respectivos aldeanos los adornaran y, después, durante una semana estarían expuestos para que todos pudieran admirarlos y votaran a los que más les gustaran. Cada día, el menos votado quedaría eliminado; y los tres finalistas permanecerían allí hasta que el propio Káiser eligiera al ganador. Bueno… eso era lo que el alcalde y los concejales querían, porque el Emperador de todo esto no sabía nada. La idea era que cuando llegara, se le preguntaría: “Majestad: en vuestro honor hemos colocado aquí estos tres árboles de Navidad, ¿Cuál de ellos os satisface más? Y su respuesta sería definitiva.

El día de los adornos fue muy intenso. Manzanas forradas de papel pintado de diferentes colores, lazos de cintas tintadas de rojo, estrellas brillantes, luces, velas, pequeños muñecos hechos de madera, calcetines muy vistosos y sin remiendos, y paquetes envueltos con encanto que simulaban o contenían regalos fueron colocándose en las ramitas y hojas de los majestuosos abetos de unos seis metros de alto. El desbordado entusiasmo de los participantes les impulsaba a adornar cada espacio, como si se tratara de ver qué árbol tenía más adornos. Algunos abetos comenzaron a quejarse inclinándose hacia los lados y amenazando con caerse para ver si, así, sus ofuscados dueños se daban cuenta; pero… Nada. Poco después de comenzar el concurso, uno de ellos no pudo aguantar el peso y cayó desplomado. El primer eliminado. Otros sobrevivieron, pero cualquiera que los hubiera observado detenidamente, se habría fijado en que los árboles no estaban cómodos con tanto adorno que eclipsaba su belleza natural. 

Curiosamente, había uno que destacaba por lo contrario. Pertenecía a la aldea menos poblada y más pobre, por lo que sus habitantes no disponían de los mismos medios que otras aldeas para adornarlo. Conscientes de sus posibilidades, centraron su esfuerzo en fabricar una estrella muy hermosa que situaron en la copa del árbol, un solo lazo de cordón estrecho justo en el centro, dos manzanas forradas de papel que habían pintado los niños, una a cada lado, y en la base tres velas junto a algunos calcetines que se asomaban desde el tronco. Una decoración demasiado austera que, la mayoría pensó, auguraba que ese árbol tendría un recorrido muy corto. Sin embargo, al terminar cada día, era otro el que quedaba eliminado. No obtenía muchos votos, pero sí los suficientes para continuar en el concurso; y así fue sobreviviendo hasta que quedaron cuatro: la última elección para saber qué árboles tendrían el privilegio de ser los finalistas que admiraría Guillermo II.

La noche anterior, el alcalde y los concejales acordaron que si los aldeanos lo consideraban conveniente, podían retocar los adornos de los cuatro abetos todavía en liza. Nada más saberlo, los dueños de tres de ellos se lanzaron a reponer los adornos que estaban algo deteriorados por la exposición al viento, el rocío y el escaso sol que les había dado, y de paso, añadieron otros nuevos para dotar al árbol de más luminosidad y colorido. Al contrario, los responsables de ese árbol tan austero, quitaron el lazo, las manzanas, los calcetines y las velas, y dejaron únicamente la estrella. Una vez más, sorprendentemente, el abeto sin adornos evitó el último puesto y ¡pasó a la final que decidiría el Káiser!

Llegó el gran día. El sol lo sabía, e hizo un esfuerzo para ausentarse de otros lugares que en esa época le agradaban más, y dar la bienvenida al Emperador en ese perdido pueblo. Allí, desde muy temprano, las calles se abarrotaron de personas sonrientes y al mismo tiempo nerviosas, engalanadas con sus mejores trajes de invierno. Los mercaderes aprovecharon para situar en las aceras sus puestos de salchichas, panes y dulces, así como retratos del emperador y banderas alemanas, al tiempo que voceaban la obligación que todo buen alemán tenía de ondear la enseña negra, blanca y roja (como era entonces) para recibir al Gran Señor. Por supuesto, el alcalde y los concejales lucían sus atuendos más solemnes, y en primera fila también se situaba un héroe de la guerra franco-prusiana, condecorado por Guillermo I, del que todo el pueblo se enorgullecía; claro está, tampoco faltaba la banda de música, que había ensayado hasta la saciedad. Sobre el mediodía, uno de los mozos entró jadeante en la plaza para anunciar de a voz en grito que la comitiva imperial se acercaba. Los aldeanos se apiñaron junto al acordonamiento de las aceras, y sus corazones se sobrecogieron. El mismo Káiser se presentaría en el pueblo en breves instantes para dignificar sus vidas sencillas y fortalecer su sentido de pertenencia a esa gran nación que él lideraba. ¡Todo estaba preparado!

El ruido de los vehículos fue aumentando, y por fin, la comitiva imperial irrumpió en la plaza entre grandes aplausos y eufóricos vítores que Guillermo II respondió saludando. Pero… ¡Oh! Los coches no se detuvieron, y tardaron poco en desaparecer por completo. El silencio más absoluto reemplazó al jolgorio. La decepción en las caras, al contagioso optimismo que estas habían reflejado. ¡Un shock tremendo! Pero de pronto… ¡Oh! El ruido que se había ido difuminando, ahora ¡regresaba! ¡Oh! De nuevo, los estruendosos aplausos y gritos enfervorizados ensordecieron la plaza. El Káiser bajó solemnemente de su coche en cuanto uno de sus ayudantes le abrió la puerta, y tras saludar con la cortesía protocolaria al alcalde, sin dilación le dio la espalda y se dirigió a dónde estaba el abeto sin los adornos. Allí, se petrificó. En silencio, que todos respetaron, permaneció inmóvil observándolo, hasta que cambió de perspectiva y continuó haciéndolo. Y así varias veces más: de un lado, del otro, más lejos, más cerca. Nadie sabía qué miraba, pero era evidente que algo le había impactado.

--- ¿De quién es este abeto tan hermoso? --- por fin, preguntó.

--- De unos aldeanos de este lugar, majestad --- contestó el alcalde --- Y tenemos estos otros dos que…

Sin ni siquiera mirarlo, el Káiser le interrumpió con un gesto inequívoco de su mano derecha.

--- Estos otros árboles son como los demás --- señaló --- Sus adornos son muy bellos, pero no dejan ver su majestuosidad. Sin embargo, este se muestra como es: su ramas, sus hojas, su color, su olor… Su grandeza se aprecia en cada reflejo del sol. ¿Por qué adornarlo artificialmente?  ¿Acaso hay un adorno mejor que su propia esencia? ¿Y qué me decís de la emoción que transmite cuando en lugar de parapetarse tras todas esas manzanas, serpentinas y luces de colores, se abre al viento para fundirse con él? ¡Oh! ¡Y esa estrella! Al ser la única, destaca más: señala el camino a seguir: la naturalidad. Como el ser humano, es el abeto lo que verdaderamente importa; no, sus adornos.

--- Señor, yo…

Volvió a interrumpirlo --- Alcalde, os felicito por tener en este pueblo a personas tan inteligentes que han sabido ver lo que otros, pobres desgraciados que se deslumbran con las luces, los colores y otros detalles superfluos, nunca llegan a ver. Merecéis mi admiración. Y por estar cerca la Navidad, os enviaré mis regalos. Os pido que entreguéis algunos a quienes diseñaron este maravilloso árbol que tanto transmite, y que otros sean repartidos entre los demás ciudadanos, ya que deseo que recuerden este día en que un Emperador alemán detuvo su coche para admirar un sencillo y grandioso abeto.--- Dicho esto, subió al coche y la comitiva partió.

Ni que decir tiene, que todos felicitaron a los aldeanos que habían propuesto ese árbol, y como agradecimiento, les ayudaron a mejorar sus casas, que eran muy pobres, y les llevaron comida para la Navidad. Una semana después, el 25 de diciembre, todas las casas del pueblo amanecieron con regalos sencillos a los que dieron  un enorme valor, algo que nunca había sucedido antes. Desde su mansión del Polo Norte, Santa Claus sonrió:

--- Mi querido Rudolf --- dijo a su reno favorito --- ¡cómo nos hemos divertido con ese disfraz del emperador! Jajaja… Tú estabas genial cómo mariscal de campo, jajaja… Ni siquiera se te notaban los cuernos, jajaja. El próximo año te toca a ti proponerme el disfraz…

Se dice, aunque esto es solo una leyenda, que desde entonces, Papa Noel a menudo se presenta disfrazado para lograr un mayor impacto de sus mensajes de Navidad. ¿Te has dado cuenta ya?

¡Felices fiestas! Y un año 2015 en el que la superficialidad no eclipse lo que verdaderamente importa.

Chema Buceta
24-12-2014

@chemabuceta

martes, 2 de diciembre de 2014

¿ACTUAMOS YA, O ESPERAMOS AL SIGUIENTE MUERTO?

                                         Protagonistas del fútbol que echan balones fuera



La tragedia que ha supuesto la muerte de una persona en Madrid tras una reyerta entre seguidores ultra del Atlético de Madrid y el Deportivo de La Coruña que, según parece, se habían citado para pegarse antes del partido (!!!), ha sido la desgraciada noticia del pasado fin de semana. Desde entonces, son muchos los que se rasgan las vestiduras, buscan culpables y hablan de tomar medidas. ¿De verdad nos sorprende? Las peleas entre grupos ultra no son una novedad, y menos aún el fuego cruzado de graves insultos y amenazas entre los no afines cada vez que coinciden o a través de las redes sociales. Lo que impacta ahora, y es lógico, es el lamentable desenlace de esa brutalidad premeditada, pero son muchos los que pudiendo actuar para prevenir y corregir, prefieren la venda en los ojos o mirar solo de perfil, para no ponerle el cascabel al gato.

En estos días, presidentes, entrenadores, jugadores, periodistas y otros protagonistas del fútbol, se han pronunciado contra esa violencia salvaje que ensucia el espíritu de solidaridad y fair play que es, o debería ser, uno de los pilares básicos del deporte. Muchos han coincidido en echar balones fuera, señalando que no es un problema del fútbol, sino de la sociedad en general.  En parte es cierto: el problema refleja el gran vacío interior de unos individuos desubicados, sin rumbo, que buscan su identidad siendo parte de una tribu de fanáticos en la que se encuentran cómodos.  Allí, dan valor a su existencia compartiendo con sus colegas la defensa irracional de unos colores, el odio al rival y una agresividad exacerbada, propios de quienes necesitan alardear para escapar de sus carencias y proteger así su autoestima, probablemente muy débil bajo ese escudo de macho violento protegido por el grupo.

El fútbol es la excusa, el vehículo que canaliza ese desajuste intelectual, emocional y social de estos delincuentes, pero no por ello está exento de responsabilidad. No es el culpable directo de que los ultras se citen para pegarse y ocurran desgracias como esta, pero sí de cobijar y, sin quererlo, estimular a estos grupos de vándalos. Probablemente, los protagonistas no se dan cuenta, pero a través de las decisiones que adoptan (y no adoptan), determinados comportamientos y las declaraciones que hacen en los medios de comunicación, siembran pequeñas semillas que sumadas a otros ingredientes, pueden constituir el germen de actitudes violentas y acciones salvajes como las que hemos visto esta y otras veces. Pero muchos prefieren no mirar. Echan la culpa al vecino, y en todo caso, entonan un mea culpa discreto y expresan sus buenas intenciones. Pero ahí queda todo. En cuanto escampa la tormenta de la actualidad, pasan la página y se vuelven a poner la venda.

Un claro ejemplo es la ambigüedad que preside la actuación de los clubs respecto a sus grupos ultra. Por un lado, rechazan la violencia y de vez en cuando, hartos de sus reincidencias, expulsan a socios violentos; pero al mismo tiempo, salvo el Barcelona, el Real Madrid y algún otro, siguen permitiendo que existan estos grupos, los protegen y los alimentan. Una doble moral. No quieren problemas con ellos ("me montan un pollo en cualquier momento, quizá sepan dónde vivo, cuál es mi coche, quiénes son mis hijos...") y se justifican alegando que son los hinchas que más animan al equipo. Un club de primera división se echó atrás en la contratación de un entrenador porque recibió presiones de los ultra; esos mismos que el pasado fin de semana en el estadio interrumpieron con sus abucheos el minuto de silencio en memoria de la mujer policía asesinada en un atraco. Y como este, muchos otros casos de sometimiento a los violentos. En lo que respecta al Deportivo, el colmo sería que presionado por esos ultras que tan mal lo representan, se sumara como institución a hacer del delincuente fallecido un mártir, participando en sus “funerales de estado” y permitiendo que, por ejemplo, a partir de ahora se coree su nombre en el minuto del partido que corresponda a la hora de su muerte (!!!). (Espero no dar ideas!)

También hay que mencionar los gestos de aprecio a los ultra de los jugadores. Prefieren no enfrentarse a ellos, ganarse su simpatía con el apoyo simbólico de los saludos, las fotos, los aplausos tras el partido, etc. Como es lógico, no están de acuerdo con su violencia, pero sin querer la potencian con gestos que les conceden tanto protagonismo. Los ultra llegan a creer que forman parte del equipo con una misión específica: la defensa fanática del mismo por cualquier medio. Y deducen que su apoyo es imprescindible; que sin ellos, el equipo se siente desprotegido; que cualquier pelea violenta equivale a la lucha de los jugadores en el campo. ¿Exagerado lo que digo? Puede parecerlo para el lector sensato que lo valora desde su propia perspectiva, pero hay que ponerse en la piel de estos individuos desubicados. Aquí tienen la oportunidad de expresar su frustración, agresividad e identificación con la tribu, amparados en la justificación de una misión que cumplir y el beneplácito que creen tener de los directivos y los jugadores.

En esta misma jornada, un entrenador de primera división, en la rueda de prensa posterior al partido, declaró que “había que ganar por lo civil o lo criminal”.  De toda su intervención, ese fue el corte que los periodistas seleccionaron para sus crónicas. Lo escuché varias veces en la radio y la televisión. Resulta obvio que es una metáfora habitual en el mundo del fútbol, algo que para la mayoría es solo una forma de expresar la necesidad y el deseo de conseguir los tres puntos, pero para los salvajes de los grupos ultra puede ser un germen de violencia futura. Posible interpretación: “Todo vale con tal de ganar; también la violencia; ellos en el campo, nosotros, fuera”. Lo que dice un entrenador, jugador o directivo delante de un micrófono, tiene una enorme repercusión social; y más aún, en quienes con entusiasmo reciben cualquier carnaza que alimente su agresividad. La fama exige asumir la responsabilidad de cuidar bien lo que se dice o escribe, y algunas declaraciones, aún sin mala intención, como es este caso, son muy poco afortunadas.  Se habla en caliente, sin medir las posibles consecuencias; y encima, el “todo vale” con tal de ganar lectores o audiencia, propio de periodistas y medios de comunicación irresponsables que mal utilizan su influencia social, suele acentuar los mensajes que más daño causan. ¿Apología involuntaria de la violencia?

Volviendo a la tragedia de Madrid, lo más urgente es castigar a los responsables directos y ahondar en los errores que hayan podido cometer los clubs y otras instituciones implicadas. Pero lo más importante es que sirva para tomar medidas contundentes que permitan erradicar de una vez a estos grupos de violentos, ya que además de constituir un grave peligro para los ciudadanos y servir de refugio a jóvenes sin rumbo, ensucian el deporte, y eso es algo que no deberíamos permitir si creemos en él como uno de los principales escenarios de la superación humana, la solidaridad y el respeto. Para conseguirlo, no debe temblar la mano a quienes tienen la responsabilidad de las decisiones relevantes: entre ellas, expulsar a estos individuos de los clubs y los estadios y endurecer las leyes para que los delitos de vandalismo sean severamente castigados, al tiempo que se destacan y premian las acciones correctas. Pero además, es el momento de que los protagonistas del fútbol dejen de echar balones fuera y sean más conscientes de la influencia de sus declaraciones y comportamientos, asumiendo la responsabilidad que por su fama y ejemplaridad les corresponde. ¿Actuamos ya, o esperamos al siguiente muerto?


Chema Buceta
2-12-2014

@chemabuceta

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