El que lidera debe comprender las necesidades y prioridades de quienes le siguen
La semana pasada, el dominical de un periódico dedicó un
artículo a la motivación de los trabajadores que tienen un jefe apasionado,
adicto al trabajo, que exige una dedicación de entrega casi completa. Planteaba
un caso concreto en el que no es fácil seguir el altísimo nivel de exigencia de
un director que considera al trabajo “como a un hijo” para el que, al
igual que a este, hay que darlo todo de manera prioritaria.
No cabe duda de que los jefes apasionados por su trabajo pueden transmitir a sus subordinados emociones positivas que favorezcan su rendimiento y satisfacción y, como consecuencia de ello, la obtención de buenos resultados. La pasión o, al menos, una dosis generosa de entusiasmo, es un ingrediente esencial en cualquier proyecto que pretenda tener éxito, pero siempre que se administre en la dosis adecuada en función de la situación, el momento y las circunstancias de la personas implicadas. Sin embargo, se puede volver en contra cuando se tira del carro más de la cuenta a un ritmo que no sintoniza con el que los demás pueden o están dispuestos a soportar, o que en cualquier caso, debido al desgaste que provoca, no es aconsejable para garantizar el máximo rendimiento a medio/largo plazo.
Puesto que necesitamos trabajar, no siempre podemos abandonar el barco
que no nos satisface, lo que supone, tal y como sugiere ese artículo, que si tenemos un capitán cuya pasión nos arrolla, no nos queda
más remedio que adaptarnos a él so pena de que nos deje en tierra o nos tire al mar. Trabajar y
ganar dinero es una prioridad, y por eso, salvo excepciones, no hay
otra que ponerse las pilas y, mientras se pueda aguantar, seguir el ritmo que
el patrón marca. “Están tan motivados que trabajan 12 horas diarias o más”.
¿Motivados? ¿O cautivos? Evidentemente, si somos tan apasionados como el jefe y nos va esa
marcha, miel sobre hojuelas; aunque no por eso deja de ser desgastante el
exceso, y son muchos los workaholics cuyo
rendimiento y salud acaban deteriorándose.
Ese artículo me hace recordar la desafortunada metáfora del
cerdo y la gallina que usan algunos “gurús”. Se pregunta quién se implica más
en el desayuno (anglosajón), ¿el cerdo, o la gallina? Y la respuesta habitual
es que el cerdo, ya que para proporcionar el beicon lo da todo, mientras que
la gallina aporta los huevos con un sacrificio menor. La ¿ingeniosa? conclusión
provoca, o al menos eso pretende, que los asistentes reflexionen sobre si son
más cerdos que gallinas o al contrario; y, en caso de liderar equipos, sobre qué
son sus subordinados: ¿Quiénes son los cerdos? ¿quiénes son las gallinas?
¿tengo más cerdos, o más gallinas? ¿qué puedo hacer para que las gallinas se
conviertan en cerdos? Sin duda, a ese jefe apasionado que arrastra a quienes no
tienen más remedio que seguirle, le encantará tener una piara repleta de
cerdos, y más tarde o más temprano, querrá deshacerse de las gallinas que no
sean capaces de transformarse.
La metáfora sería divertida si no fuera por la falta de
respeto que conlleva clasificar a las personas entre cerdos o gallinas y, sobre
todo, porque hay mucho iluminado que se lo toma en serio. Conocí a un directivo
al que vendieron esta moto. A la semana siguiente reunió a sus subordinados
para compartir el ingenioso descubrimiento y decirles que a partir de ese
momento, "sólo quería en su equipo a verdaderos cerdos”. “Tenemos que ser
ambiciosos, y las gallinas no tienen sitio aquí. Si queremos conseguir los
objetivos, tenemos que ser cerdos y sólo cerdos”. Brillante.
Muchos directores no distinguen entre el producto final y el
proceso que conduce a este. Se puede ser ambicioso, muy ambicioso, respecto al
producto final, pero eso no quiere decir que el mejor proceso sea machacar a la
gente; más bien, al revés: se saca lo mejor de las personas cuando a estas les
satisface el equilibrio entre su actividad profesional y su vida personal; cuando no ven el
trabajo como, simplemente, una forma de ganar dinero, sino además, como fuente de buenas
experiencias y crecimiento personal; cuando se sienten personas dignas que
verdaderamente importan como tales más allá de su rendimiento laboral.
Los directores que entienden esto, ya sea en la empresa, el
deporte, la educación o cualquier otro entorno, y actúan en consecuencia,
involucran mejor a los suyos en los proyectos comunes y casi siempre consiguen
un rendimiento mejor. Sin embargo, existen bastantes casos en los que a
aquellos que mandan, todo esto les importa un
pimiento. Su política es de usar y tirar, de exprimir todo lo posible y
sustituir al que flaquee y ya no pueda seguir el ritmo.
En el conocido libro de Dominique Lapierre, La Ciudad de la
Alegría, que más tarde se llevó al cine, a Hasari Pal, padre de una familia muy
pobre que vive en la miseria de Calcuta, por fin le llega la oportunidad de mal
ganarse la vida tirando de un carrito que transporta gente. Es una actividad
física muy dura que afecta gravemente a la salud de quien la realiza, y la
ocasión se presenta cuando el que lo conducía antes, cae definitivamente
enfermo; algo que más adelante, le ocurre también a él. Cuando esto último sucede,
Hasari entrega el carrito que le ha consumido y ve que le llega el turno a otro
hombre sano que como le sucedió a él, lo espera como agua de mayo. Sin ser tan
extremas, por supuesto, ya que al menos en el primer mundo existen los derechos
de los trabajadores, en la empresa y el deporte existen situaciones análogas
que propician jefes como el de ese artículo.
Los supervivientes, continúan; y a los que no resisten, se los
sustituye. A esos jefes no les preocupan las bajas; siempre hay candidatos esperando a que
quede un carrito libre.
Pero, ¿dónde están el respeto y la ética que merece un ser
humano? ¿El fin justifica cualquier medio? ¿Justifica, por ejemplo, que haya que
estar contestando los emails del jefe a las once de la noche o los domingos por
la tarde? Desde luego, hay situaciones excepcionales que así lo requieren, y
cualquier trabajador implicado lo entiende y echa el resto cuando verdaderamente
hace falta. Otra cosa es que se convierta en norma; que la vida privada del
subordinado siempre esté en segundo plano. Qué el jefe sea un adicto al trabajo
no justifica que los demás tengan que seguir su ritmo. Muchas cosas no son tan
urgentes y pueden esperar al día siguiente. Bastantes veces, más que en algo
objetivo, la urgencia parte de la ansiedad de quien manda, su deseo de cerrar
asuntos y su mal uso del poder sobre sus subordinados. Muchos directivos lo
hacen sin darse cuenta, sin mala intención; simplemente, asumen como algo
natural que los demás deben seguir el ritmo que a ellos les va bien. Sus jefes
lo hacen con ellos; y ellos lo hacen con los suyos.
¿Es extraño que se fuguen talentos cuando tienen la
oportunidad de hacerlo? Hoy en día las empresas se esmeran por captar talento,
pero no basta con eso. Después, es necesario cuidarlo, y eso implica tener muy en
cuenta el factor humano, la importancia de compaginar el trabajo con la vida
personal, de sentirse una persona digna cuyo tiempo privado se valora.
Una de la principales habilidades de quienes dirigen a otros
es ponerse en el lugar de estos, comprender sus necesidades y prioridades y ayudarles a
regular su esfuerzo. Otra es controlar su propio entusiasmo y su propia
ansiedad para que estos no guíen su forma de exigir a sus subordinados. Los cerdos están bien para los que les gusta desayunar con beicon, y por supuesto,
para disfrutar de uno de los manjares más exquisitos: el jamón; pero sobran en
los equipos. En estos necesitamos personas capaces que se involucren
saludablemente y den lo mejor de sí mismas sin tener que ir al matadero. Exigir, sí; pero no explotar.
Chema Buceta
25-11-2017
Twitter: @chemabuceta