En la gala de la
Federación Española de Remo que tuvo lugar hace unos días, la deportista de 26
años, Anna Boada, medalla de bronce en el campeonato del mundo celebrado el
pasado mes de septiembre, sexta en los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro y,
por tanto, aspirante a medalla olímpica en la próxima cita de Tokio 2020,
anunció su retirada como consecuencia de una depresión que no ha podido
superar.
En ese acto, Anna,
licenciada en Medicina, tuvo la valentía de leer un escrito que no tiene
desperdicio. Habló de la enorme presión a la que están expuestos los
deportistas, la incomprensión de la enfermedad mental, la falta de fuerzas para
seguir luchando y la ausencia de apoyo adecuado; y exhortó a que los deportistas
reciban ayuda para gestionar las emociones, tengan apoyo durante las crisis y
también como prevención. En otras declaraciones que he podido leer, la exitosa
remera ha dicho que desde mayo de 2018 sufría ataques de ansiedad, pero que encontró
la forma de seguir tirando hasta los mundiales gracias a la ayuda psicológica
que recibió por parte de sus entrenadores. Sin embargo, tras el éxito en el
mundial, ya no pudo más y dejó de asistir a las concentraciones. Se esperaba
que tras un periodo de alejamiento se reincorporaría a los entrenamientos, pero
esta vez no pudo ser.
La depresión es una
enfermedad muy seria que no hay que confundir con estar deprimido como estado
de ánimo. Podemos deprimirnos (desanimarnos) por algo que nos sale mal, recibir
una noticia adversa o tener un día aciago, pero ese es un estado de ánimo
pasajero que, normalmente, con el tiempo se supera. En el deporte, los malos resultados,
las lesiones o que las cosas no vayan como nos gustaría, sobre todo cuando
percibimos que no está en nuestra mano cambiarlas, pueden provocar estados de
ánimo depresivos, pero la enfermedad de la depresión es otra cosa.
La
enfermedad de la depresión incluye un estado depresivo, de tristeza, casi todo el tiempo, pero además suelen estar
presentes una pérdida de interés, disfrute o placer respecto a las actividades habituales o posibles proyectos, fatiga constante, pérdida de energía, abatimiento, sentimientos
de indefensión y culpabilidad, dificultad para pensar y concentrarse, baja
autoestima, cambios significativos de peso sin una explicación dietética, agitación
o retraso psicomotor, insomnio, y, en
los casos más graves, pérdida de interés por la vida e ideas suicidas. El
suicidio suele ser el desenlace de algunas depresiones graves. Asimismo, la
depresión puede ir acompañada, o no, de estados de ansiedad más o menos frecuentes e intensos. Para diagnosticar
una depresión como enfermedad no es necesario que coincidan todos estos
síntomas, pero sí varios de ellos, y además es relevante que no se deban a las
drogas o a otras enfermedades y, sobre todo, que provoquen un deterioro
significativo del funcionamiento habitual.
Las causas de la
depresión pueden ser varias. La que mejor explica las depresiones sin una base
biológica o genética, como son las que suelen sufrir los deportistas, es la
falta de control sobre las cosas que nos importan mucho, la enorme frustración
que nos provoca percibir que no podemos hacer nada, sentirnos impotentes ante
las demandas de los demás y las propias, concluir que somos incapaces de
pilotar nuestra vida en la dirección que nos gustaría. La presencia de estos
elementos no deriva necesariamente en una depresión, pero las papeletas son
muchas. Un factor de riesgo es el intenso estrés psicosocial que conlleva la
exigencia casi permanente de competir y rendir a un nivel muy elevado y
responder a expectativas muy altas de los demás y de uno mismo; muy presente en el deporte de élite y otros ámbitos de alto rendimiento.
La mayoría de los deportistas
no sufre una depresión como enfermedad, pero se trata de una población muy vulnerable,
y, de hecho, siendo una minoría quienes la padecen, son más de los que
públicamente se conocen. Se observa en bastantes casos de deportistas jóvenes
de éxito temprano cuando llega el momento en que los resultados son peores que
antaño y se ven incapaces de responder a las expectativas que ellos y sus
allegados tenían. Se sienten fracasados, minimizados y culpables, y siendo más que muy
probable que en su trayectoria hayan relacionado el éxito deportivo al valor que se dan como
personas, ese sentimiento es horrible. Algunos sufren una ansiedad intensa
hasta que deciden retirarse, se dan un tiempo de recuperación y encuentran
refugio en una actividad más cómoda; pero no son pocos los que, retirándose o
no, sufren una depresión que los aparta no sólo del alto rendimiento, sino,
también, de una vida mínimamente normal y feliz, lo que les exige someterse al tratamiento
adecuado.
En el caso de deportistas
de élite adultos, si bien la depresión puede estar asociada al fracaso
deportivo y la indefensión, culpabilidad y baja autoestima que este puede
conllevar, no es una patología infrecuente en los que tiene mucho éxito. He conocido a
campeones y medallistas olímpicos y otros deportistas exitosos que tras sus
grandes hazañas han desarrollado esta enfermedad. Por desgracia, más de uno ha
llegado a suicidarse o ha intentado hacerlo. Puede parecer paradójico, pero
tiene su explicación.
A veces, es la
consecuencia del vacío que se produce tras alcanzar un gran éxito, lo que se ha
denominado como “depresión del éxito”. Su vida ha tenido un gran propósito al
que han dedicado grandes dosis de atención, tiempo, esfuerzo, sacrificio, etc.
y ahora, se han quedado sin ese gigantesco desafío. Se sienten vacíos, sin
objetivos interesantes, y perciben que su vida carece de sentido. Le puede suceder a deportistas en activo que
perciben haber logrado todo a lo que podían aspirar, y a deportistas de éxito cuando se
retiran; para estos últimos, el vacío que la ausencia del deporte ha dejado en
sus vidas puede derivar en una depresión que, hemos conocido casos, puede acabar en
una tragedia.
Otras veces, lo más
habitual cuando se sigue en activo, la depresión aparece cuando los deportistas
exitosos sienten la obligación ineludible de tener éxito en las competiciones
futuras porque así se lo exigen las expectativas de su entorno y las que ellos
mismos se plantean. Esta altísima exigencia requiere nuevos sobreesfuerzos
físicos y psicológicos que habrá que añadir al posible agotamiento por los
prolongados sobreesfuerzos previos. Es decir, los deportistas llevan mucho
tiempo soportando el elevado estrés de los entrenamientos, las competiciones y
un estilo de vida que prioriza el sacrificio y la disciplina, y en muchos casos,
están agotados: les quedan pocas fuerzas. Ya no pueden soportar más presión, pero el éxito alcanzado les
obliga a sobreesforzarse todavía más. En
esas condiciones, consciente o inconscientemente, no se ven capaces de
responder a esa obligación con todo lo que conlleva, y esa es una amenaza muy estresante que provoca una presión enorme y los hunde psicológicamente. La depresión está ahí. Y
el ambiente optimista que habitualmente los rodea, en lugar de ayudar, los
perjudica. A mayor optimismo y muestras de confianza en su futuro éxito, más se
estresan y más probable es que se depriman. A eso se añade la incomprensión de
la enfermedad. ¿Cómo puede estar deprimido alguien que tiene tanto éxito, qué
es de los mejores del mundo, qué ha llegado dónde otros muchos sueñan, pero
jamás estarán? Lo que la mayoría no sabe es que, precisamente, ese éxito puede
ser el desencadenante de una depresión que, como en este caso, acabe con una
carrera deportiva en su mejor momento.
No conozco los detalles del sufrimiento y las
circunstancias de Anna Boada y, por tanto, puedo estar equivocado, pero no me
extrañaría que en un deporte que, a diferencia
de su “primo hermano”, el piragüismo, lleva mucho tiempo sin obtener triunfos
internacionales relevantes, sus grandes éxitos hayan propiciado una expectativa altísima respecto
a éxitos sucesivos, avivando una presión devastadora que ha derivado en depresión
y acabado con ella como deportista de élite. Tras los Juegos, aguantó hasta el
mundial, y el resultado deportivo fue muy bueno, pero a costa de un
sobreesfuerzo psicológico que la ha desgastado aún más. Además, seguramente, ese
excelente resultado habrá acentuado la “obligación” de conseguir la medalla en
los Juegos de Tokio, tal y como se desprende de los comentarios de estos días
considerándola favorita, y eso también habrá contribuido mucho al estrés que
no ha podido soportar.
Los deportistas de élite
están expuestos a una presión muy alta, y precisamente por eso, tal y como
señala Anna, es fundamental que dispongan de la ayuda psicológica adecuada.
Ella lamenta no haber tenido a su alcance este recurso, y si bien señala que
recibió ayuda psicológica de sus entrenadores, es evidente que esta no ha sido
suficiente. Lógico. Los entrenadores pueden aplicar la Psicología para
enriquecer su trabajo y optimizar, así, el rendimiento de sus deportistas, pero
por muchos conocimientos que tengan y mucha buena voluntad que pongan, no están
preparados para manejar una enfermedad mental, ni es su función. Ocurre con la
Medicina. El buen hacer de los entrenadores puede prevenir lesiones, pero en
ningún caso pueden operar a un deportista de su menisco roto. El entrenador
tiene su papel, también en lo psicológico, y el psicólogo el suyo, y ambos son
complementarios. El triste caso de esta deportista, al igual que otros muchos, es
una muestra más de que el psicólogo debe tener su lugar. ¿Lujo, o necesidad?
En su larga trayectoria
hasta la élite mundial, ¿cuánto tiempo, esfuerzo y sacrificio habrán invertido
Anna Boada, su compañera Aina Cid, sus entrenadores y todos los que hayan
colaborado en un proyecto tan ambicioso? Y ¿cuánto dinero habrá costado todo
ese esfuerzo? Es incalculable la generosidad en dedicación y esfuerzo de todos
los implicados, y el montante económico, sin duda, ha sido muy alto. Sin embargo, parece que no había lugar para un
psicólogo que podría haber evitado que toda esa inversión se haya ido al
garete. ¿Es un lujo que no se han podido permitir, o demuestra la ignorancia o
irresponsabilidad de unos directivos que no han puesto los medios para atender esta necesidad?
Hoy en día, el psicólogo
es una figura ampliamente aceptada en el deporte, y como demuestran numerosos
ejemplos, muchos de ellos de deportistas muy exitosos, su contribución aporta
mucho y así se valora. Por tanto, someter a deportistas de élite a la altísima
exigencia que les corresponde sin el apoyo de un psicólogo que vele por su
salud mental ya no es cuestión de ignorancia, sino de una gran
irresponsabilidad. Ahora, tras lo sucedido a Anna, y quizá en parte porque ha
trascendido a la opinión pública, ha habido directivos de las instituciones
deportivas (federación, Comité Olímpico, ¿Consejo Superior de deportes?) que le
han brindado todo su apoyo. ¿Por qué no lo han hecho antes? ¿Por qué no han
valorado previamente la importancia de su salud mental? ¿Por qué no han
respetado su dedicación y esfuerzo, su entrega como persona y como deportista,
dotándola del apoyo psicológico que tanta falta le ha hecho? ¿Un lujo?
El psicólogo del deporte
no es un terapeuta y, por tanto, no está preparado para tratar una depresión,
pero sí lo está para prevenirla y, si fuera el caso, derivar al deportista a un
psicólogo especialista antes de que el problema sea grave (al igual que el
médico deportivo deriva a un colega especialista en función de las necesidades
del deportista enfermo o lesionado). La función del psicólogo del deporte,
además de contribuir a optimizar el rendimiento deportivo, es velar por la
salud de los deportistas. Con este propósito, puede detectar situaciones de
riesgo y asesorar sobre la mejor forma de aliviarlas o compensarlas, puede ayudar
a los deportistas, como apunta Anna, a gestionar sus emociones extremas, y
puede intervenir en los momentos más críticos. Su contribución debe servir para
que los deportistas estén sanos mentalmente y, así, puedan afrontar mejor los
desafíos deportivos. ¿Un lujo?
En definitiva, el psicólogo es un
especialista que se ocupa de la salud y el rendimiento de los deportistas. Por
tanto, considerando el elevado riesgo para la salud mental que, por su alto
nivel de exigencia, conlleva el deporte de élite, la presencia
de un psicólogo es fundamental. También en el deporte de base, pues ahí también
existe un riesgo y la colaboración del psicólogo puede ser muy provechosa, pero
en la élite es algo incuestionable.
En su impactante discurso, Anna transmitió su deseo de que en el futuro (esperemos que inmediato) otros deportistas puedan disponer de esa ayuda especializada que ella no ha tenido. ¿Servirá lo sucedido para tomar medidas antes de que ocurran otros casos? ¿Es un lujo velar por la salud de los
deportistas, o una obligación que las instituciones deportivas deben asumir?
¿El psicólogo es un lujo, o una necesidad?
Postdata: Le deseo lo mejor a Anna Boada. Se ha
quitado de encima la pesada losa que llevaba a cuestas, pero ahora se enfrenta
a una recuperación que llevará su tiempo. La retirada, por un lado, puede
producirle alivio; pero por otro, puede acentuar la sensación de fracaso y debilitar
su autoestima. El tratamiento psicológico apropiado debe ayudarla a superar
esta enfermedad. Probablemente, no volverá a competir al alto nivel que estaba
acostumbrada (seguramente, no lo pretenda), pero la vida le planteará otros
retos para los que deberá estar preparada; el más importante: estar bien
consigo misma.
Chema Buceta
3-4-2019
@chemabuceta